Noche de estreno con los Reyes en el Teatro Real
Confirmado: lo mejor de una ópera puede ser el intermedio. Empezó con la masiva ascensión de súbditos curiosos hacia la antesala para ver Felipe VI y doña Letizia más de cerca y acabó en una asamblea improvisada donde se opinaba de Putin, Kiko Rivera, de salud mental y de la derecha o la izquierda
No hay nada como una noche de estreno. Es nervio puro, el contacto directo con lo más actual. No hace falta ser un experto musical o un melómano para dejarte llevar por las percepciones que despierta un estreno. Este lunes presencié el de la temporada del Teatro Real, desde el palco 4 de entresuelo, con ladeada visibilidad del escenario pero plenísima visión de la platea y los balcones vecinos, que parecen incorporarse a la ópera y son también escenario. Y el palco real, con los...
No hay nada como una noche de estreno. Es nervio puro, el contacto directo con lo más actual. No hace falta ser un experto musical o un melómano para dejarte llevar por las percepciones que despierta un estreno. Este lunes presencié el de la temporada del Teatro Real, desde el palco 4 de entresuelo, con ladeada visibilidad del escenario pero plenísima visión de la platea y los balcones vecinos, que parecen incorporarse a la ópera y son también escenario. Y el palco real, con los Reyes dentro. O sea, la dicha para el eterno aspirante a cronista.
“Aida es una ópera densa y complicada. Hay que escucharla entera”, me comentó un amigo a quien le han hackeado el WhatsApp recientemente y, como Carmen Lomana, es asiduo a las noches de estreno. “Tienes que aguantarte todo mientras ves los dos primeros actos para comprender todo lo que vendrá en los últimos dos”. Puede parecer pelín redundante su argumento, pero funciona como un reloj. De hecho, era el comentario general al final del estreno. Todo lo que se había cuestionado en el intermedio —que si la soprano no convencía, que si había cierta chatura musical, que si el decorado era importante pero la mezzosoprano confusa, que si la orquesta no todo lo verdiana que esperaban— cambió después de los dos actos finales.
La soprano se vino arriba, Radamés también, y el libreto se hizo tan verosímil como instigador a reflexiones más profundas. Esperanza Aguirre y su esposo, acompañados de Miguel Ángel Cortés, se alegraban de la recuperación de la producción “que sucedió cuando ambos estábamos en Cultura”, dijeron. “Y que, afortunadamente, es historicista y no esas locuras modernas, rollo Traviatas en campos de concentración nazis completamente agotadoras”, sentenciaron.
Confirmado: lo mejor de un estreno puede ser el intermedio. Empezó con la masiva ascensión de espectadores y súbditos curiosos hacia la antesala para ver a los Reyes más de cerca. Los que se quedaron en el foyer del teatro participaron de una escena más atractiva, viva. Una asamblea improvisada donde se opinaba tanto de la ópera como de tu vida, de Putin, de Kiko Rivera, de la salud mental, la derecha o la izquierda.
Mientras observaba a Vargas Llosa y a Isabel Preysler detectaba que la arquitecta italiana Teresa Sapey y Mar Flores llevaban el mismo vestido. “A ella le quedaba mejor que a mí, sinceramente”, me escribió la propia Sapey al día siguiente. Unas espléndidas señoras de Barcelona se mostraban decepcionadas con la soprano y molestas con que Radamés cantaba muy alto, mientras contaban cómo habían impedido que cambiaran el letrero en castellano del rellano de su vivienda. “Querían poner Tercer y conseguimos que se quedara Tercero, como siempre, como debe ser”. En cierta manera ese foro del intermedio me recordaba el Egipto que recibía a Radamés en el acto que acababa de ver.
Al día siguiente, regresó el estropicio de nuestra realidad cotidiana. Putin endureció sus políticas contra la comunidad LGTBIQ, con penas de cárcel para los que propicien su propaganda, que asoció con el mal, vinculando esas conductas no normales con la “satanización de Occidente”. Pensé en varios amigos LGTBIQ que, en algún momento, han defendido a Putin en privado.
Con esto encima, asistí a la cena de Lorenzo Castillo y su marido, Alfonso, para Wes Gordon, el diseñador elegido por Carolina Herrera para sucederla. Será recordada como una de las fiestas más felices de este mundo satanizado y amenazado que vivimos. Decoraciones florales cuyos colores denominaban las mesas. Flores verdes para la del anfitrión, rosadas para la de los eternos jóvenes, amarillas para la sala donde estaban Bárbara Pan y mi marido. Luz Casal interpretó sus grandes éxitos en el deslumbrante salón de Castillo. Bibiana Fernández lo cruzo cuál portaaviones, convirtiendo su amplia falda de rayas blancas y negras en una bandera con la que ondear todas las jornadas de esta guerra y en noches de estreno.