Las vides orgánicas arraigan con fuerza

España es el país con más viñedo plantado en ecológico y cuenta con una generación de jóvenes enólogos que no concibe otra forma de elaborar

Joan Valls (NurPhoto via Getty Images)




Cada vez más, la savia que impulsa el tallo que nutre la uva que endulza el vino es ecológica u orgánica. Si girásemos, al igual que un niño curioso, el globo terráqueo de las viñas podríamos contar que existen unas 450.000 hectáreas plantadas en el mundo bajo esa conciencia. Es el 6,2% del total. Los números (2019) proceden de la Organización Internacional del Vino (OIV, por sus siglas en inglés). En 63 países del planeta ya arraigan estas vides. España es la tierra (27%) que tiene más cepas, por superficie, plantada en ecológico. Supera a Francia (25%) e Italia (24%). Los tres s...

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Cada vez más, la savia que impulsa el tallo que nutre la uva que endulza el vino es ecológica u orgánica. Si girásemos, al igual que un niño curioso, el globo terráqueo de las viñas podríamos contar que existen unas 450.000 hectáreas plantadas en el mundo bajo esa conciencia. Es el 6,2% del total. Los números (2019) proceden de la Organización Internacional del Vino (OIV, por sus siglas en inglés). En 63 países del planeta ya arraigan estas vides. España es la tierra (27%) que tiene más cepas, por superficie, plantada en ecológico. Supera a Francia (25%) e Italia (24%). Los tres suman el 76% del total. Hace tiempo que no es una moda. Hace tiempo que es recitar el pasado. Jean Hugel (1924-2009), uno de los elaboradores alsacianos (Francia) más célebres, propugnaba que “un vino bien tratado es un vino no tratado”. El viticultor —contaba— debe permitir, siempre que sea posible, que la naturaleza siga su propio curso. “Es la forma en la que la viña se expresa en total libertad”, sostiene Juan Manuel Bellver, director de Lavinia.

Lo que durante décadas fue la intuición de las gentes del campo estos días ya es normativa. La viticultura ecológica debe mantener los ecosistemas, la fertilidad del suelo a largo plazo, incrementar la biodiversidad, usar productos orgánicos y minimizar los químicos. Continúan más requisitos, pero resulta fácil intuir hacia qué torrenteras llevan. La desembocadura del dinero aumenta. El mercado global de vino orgánico, acorde con el Instituto de Comercio Exterior (Icex), ha crecido de 11.000 millones de dólares en 2020 a unos 30.000 millones, que se aguardan durante 2030. De 9.200 millones de euros a 27.700 millones. Mayor demanda, consumo al alza. Entre 2013 y 2019 se abrieron un 121% más botellas ecológicas.

Toni Sarrión, alma mater de Bodega Mustiguillo (Utiel-Requena, Valencia) y presidente de los Grandes Pagos de España, lleva desde 2004 elaborando con esa filosofía. Y con uvas difíciles, como la bobal, en geografías valencianas. “Trabajar en ecológico es trabajar en preventivo. Adelantarte a los posibles problemas de la planta, porque si aparecen y son graves puedes dar incluso la cosecha por perdida. Solo se puede intervenir un mínimo con productos naturales”. Nada de herbicidas, claro, porque provocan un suelo inerte. “Los vinos tienen la misma guarda y los niveles de sulfurosos para aguantar el tiempo necesario”, admite. “Nuestras cajas son de cartón, no usamos plásticos. Porque si continuamos así sólo nos faltará asfaltar las viñas”, critica. En Finca Calvestra tiene 22 hectáreas en ecológico y 87 hectáreas plantadas en El Terrazo.

Pero no es para todo el mundo. España es un país de volumen y estas prácticas encarecen el precio, y para muchas cooperativas, por ejemplo, que viven del granel, un aumento de los costes del 10% es perder el margen. ¿Y el carácter? “La etiqueta de un vino orgánico no implica que sea mejor”, valora el experto Helio San Miguel. “El vino no es natural, es un producto de la mano del hombre, por eso se beben hoy mejores vinos”. Y desde luego quienes trabajan “en litros en vez de en calidad tienen mayores dificultades”, reconoce el sumiller Luis García de la Navarra. Algo similar ocurre a los precios de los vinos de entrada de gama; sufren.

Cuestión de balance

La discusión trasciende lo económico y casi alcanza lo filosófico. En los campos vallisoletanos de Vega Sicilia, su consejero delegado, Pablo Álvarez, defiende que hay que “encontrar un balance”. “Si un día tienes una infección y debes tomarte un antibiótico, no pasa nada”, analiza. Pero reconoce que es el camino al que se dirige el consumo. En Estados Unidos se espera que alcance los 3.895 millones de dólares (3.600 millones de euros) en 2027. Hace poco —durante 2019—, apenas superaba los 1.600 millones (1.500 millones de euros).

Si ese consumidor es una especie de piedra de Rosetta para comprender los diferentes lenguajes internacionales del vino, la traducción está clara. Alberto García, hijo del enólogo Mariano García (Mauro, San Román, Garmón), relata que tiene “todo el viñedo certificado en ecológico”. Y ahonda: “Es una garantía oficial de una viticultura sostenible y respetuosa con el entorno y el medio ambiente”. Unas 90 hectáreas de Mauro y 120 de San Román ya maduran bajo un sol orgánico.

Sin embargo, si lo ecológico transcurría entre la ciencia económica y la teoría filosófica, la viticultura biodinámica arraiga en lo místico. “Para mí es como una religión”, ironiza Pablo Álvarez. O sea, fatiga de la que recuperarse y muerte de la que morir. El origen reside en una serie de conferencias impartidas por el filósofo Rudolf Steiner (1861-1925), en las que introduce los ritmos cósmicos en la producción vegetal, el calendario lunar o el tratamiento con cristales de cuarzo. ¿Cura u “homeopatía”? “Tras unos años, el viñedo se ve más sano, vivo y pleno; se autorregula”, condensa Alberto García. El vino ensambla madera y magia.

Vías que abren las nuevas generaciones

En los años de la Segunda Guerra Mundial fue muy famosa en Francia una placa con una cita del general Douglas MacArthur. Decía: Be Young. “Sé joven”. Desde los bancales de fría pizarra gris incrustada en las arcillas del Bierzo (León) hasta los granitos escurialenses de Cadalso de los Vidrios (Madrid), una nueva generación de bodegueros quieren derrocar el statu quo del ensimismado vino español. Son, claro, jóvenes, elaboran en orgánico, redescubren variedades olvidadas y lanzan pocas botellas. Muchos han regresado para trabajar las viñas que un día abandonaron sus padres. “Es una nueva realidad, y es buena: siempre he dicho que nos faltaban pequeños elaboradores, y estos chicos abren vías distintas”, narra el distribuidor Quim Vila. Gregory Pérez (45 años) se formó en Château Cos d’Estournel (Burdeos) entre 1997 y 2000. Desde 2007 elabora su propio vino: Mengoba. Las viñas crecen en Espanillo. Una comarca del Bierzo, en la cabecera del río Cúa. Tiene 90 parcelas que trazan cinco hectáreas. Dameros de minifundio. A 700 metros de altura, entre fuertes vientos, enraízan la mencía, la godello, la palomino y la estaladiña. De esta última variedad produce solo 8.000 botellas. Entre todas sus marcas (unas 10), no supera las 100.000 y el 70% sale fuera. Trabaja —junto con tres personas— como un vigeneron. Poda, trasiega, etiqueta. Siempre que es posible, en ecológico. “Perdí una cosecha entera y ahora si hace falta algún ‘antibiótico’ lo utilizo”, admite. De las cepas también brotan números. 

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