Cómo las ‘apps’ y las redes sociales nos han condenado a mantener conversaciones interminables
Hoy apenas se dicen últimas palabras porque la tecnología impone una presencia permanente e ininterrumpida, sin fronteras, horarios ni límites. En la era del ‘scroll’ infinito, desde un flirteo hasta algo más serio, de un chat de grupo a una lista de correo del trabajo, nadie quiere ser el primero que no contesta
Un hombre se encuentra a un viejo amante en una fiesta. Meses atrás había dejado de seguirlo en Instagram. ¿Por qué? No lo sabe muy bien, no se acuerda y, en su momento, tampoco le dio demasiada importancia. Simplemente, no le apetecía seguir viendo fotos de esa persona con la que mantuvo una relación fugaz: fotos de sus vacaciones, de sus mascotas, de su familia, de sus sucesivas parejas… ¿Cuánto podría prolongarse eso? Seguramente, hasta que esa red social desapareciera o fuera sustituida por otra. No obstante, en la fiesta le apetece saludarle y charlar un rato porque nada malo pasó entre ellos. No encuentra buena disposición desde la otra parte, solo reproches. “¿Por qué me dejaste de seguir?”. Pero, ¿por qué no?
Solemos decir que vivimos en una sociedad de vínculos cada vez más efímeros, de relaciones que se rompen apenas se establecen; una sociedad individualista —menudo desgaste acumula este adjetivo— que nos impide mirar más allá de nosotros mismos. Y, sin embargo, cada vez más nos unimos a personas a las que acabamos de conocer o ni conocemos en persona a través de la amistad o el seguimiento en redes sociales, asistimos a cientos de vidas ajenas cada día y apenas somos capaces de decir adiós o, simplemente, terminar una conversación. Puede que fenómenos como el ghosting (la forma más radical y dañina de despedida, junto a su hermano menor: dejar en visto) tengan que ver con esto y, desde luego, como diría Leonard Cohen: “Oye, esa no es manera de decir adiós”. Pero, ¿es posible despedirse o alejarse de alguien sin hacer o hacernos daño o estamos perdiendo las herramientas para hacerlo?
El narcisismo que nos une a los demás
Aleksandr Solzhenitsyn, escritor soviético muy crítico con la URSS, contó que cuando allí se ovacionaba a Stalin el primero en dejar de aplaudir corría el riesgo de ser represaliado, así que durante aquel régimen los aplausos se prolongaban hasta límites absurdos. Salvando las distancias, puede que algo parecido esté sucediendo con nuestras interacciones: desde un flirteo hasta algo más serio, de un chat de grupo a una lista de correo del trabajo, nadie quiere ser el primero que no contesta. El experto en comunicación Carlos Scolari, autor de Las leyes de la interfaz, lo confirma: “Cerrar un intercambio comunicativo es siempre una cuestión de poder o de prepotencia”. Para complicar aún más las cosas, continúa Scolari, deberíamos agregar que muchos intercambios comienzan en un correo electrónico, siguen por Zoom y pueden acabar, si es que acaban, en WhatsApp. “Como decía el semiótico italiano Paolo Fabbri, la verdadera comunicación alternativa es que nadie tenga la última palabra”, recuerda.
Así que hoy apenas se dicen últimas palabras. Por otra parte, para el psicólogo Bruno Martínez, parte del colectivo Observatorio Deseo, existe otro problema que limita nuestra capacidad para decir adiós tanto o más que las cuestiones relacionadas con la etiqueta y las leyes de la comunicación: la noción de que las relaciones fracasan si no duran para siempre. “Esta noción es muy problemática porque, cuando aparece, nos podemos forzar a que una relación se alargue, pese a vivirla como algo insatisfactorio, pese a saber que el otro o nosotras estamos dolidas… Hay que empezar a sacar esas nociones tan turbocapitalistas de éxito y fracaso de nuestras relaciones y empezar a pensar en la satisfacción mutua y en el tiempo en que fuimos felices. Eso sería, en todo caso, el éxito: que una relación nos haga sentir bien el máximo tiempo posible, pero no infinitamente o en términos de victoria o derrota, de éxito o fracaso”, comenta Martínez.
En los casos en los que una ruptura (amorosa o de amistad, el antropólogo Robin Dunbar, “experto en amistad”, las considera equivalentes) resulta más dolorosa, la cuestión de las redes sociales pasa a ser peliaguda y es que, como afirma Martínez, “en este momento, hacer desaparecer a otro, algo que quizá sea necesario, es muy complicado”. “Hay circunstancias concretas que piden un distanciamiento, poder realizar un luto en el que el otro no esté presente. Tenemos que ser conscientes de que ese luto no es solo por la pérdida del otro o por la pérdida de la relación, sino también por aquellos que fuimos con ese otro concreto, porque cada uno somos de una manera única junto a cada sujeto. Cuando estamos en una relación, también hay una versión de nosotros mismos que existe solo ahí. Parte del luto tiene que ver con esa persona que fuimos y ya no será más. Para las personas que necesitan un duelo en el que el otro no esté presente, seguir viéndose en las redes sociales es muy difícil. Es necesario desarrollar una forma de comunicación no lesiva que permita expresar esa necesidad”, explica el también terapeuta. Pero ni siquiera hay que considerar las situaciones más extremas: en la era del scroll infinito, establecer cualquier límite se complica.
Interfaces para una presencia y una conversación infinitas
Éric Sadin es un filósofo pesimista. Al menos, respecto a los efectos de la tecnología y las redes sociales, unas herramientas que, tal y como desarrolla en todos sus ensayos, habrían arruinado la manera de asomarnos al mundo y de relacionarnos con los demás. Por ejemplo, en La era del individuo tirano escribe precisamente sobre cómo han cambiado las fuerzas que nos empujan a juntarnos (“asociarnos”) o alejarnos los unos de los otros: “Comprobamos con la mayor desolación que lo que fue segado de raíz es la experiencia de la vida en común, basada en la libre expresión de las subjetividades y su asociación mutua con finalidades constructivas. Se produce su inversión absoluta en una suerte de alegre y permanente fiesta colectiva (a la cual asistimos, sin embargo, en soledad, detrás de la pantalla) a partir de la satisfacción respecto de uno mismo y de la buena conciencia generalizada. Esto da pruebas del triunfo —quizá definitivo— de la vanidad sobre la responsabilidad”.
Es difícil saber si la situación es tan grave, pero, como ya apuntaban Scolari y Martínez, cuando alguien no pone fin a una relación dañina (o que, simplemente, no le aporta nada o no es constructiva) es habitual que la vanidad (esas ganas de disponer de un seguidor o de un contacto atento más) tenga algo que ver. Y en lo que, definitivamente, el filósofo no se equivoca es en lo mucho que influyen las interfaces de las tecnologías que usamos a diario sobre el conjunto de nuestros comportamientos. Si en MSN Messenger las conversaciones se iniciaban y se terminaban en dos momentos muy determinados (había que “iniciar sesión” y “cerrar sesión” en cada ocasión; muchas veces eso implicaba también encender y apagar el módem), la disponibilidad permanente de medios como WhatsApp genera un tipo de conversación muy distinto, sin fronteras ni horarios.
“Como decía McLuhan, todos los medios o tecnologías son extensiones de alguna función o capacidad humana”, apunta Scolari. “Pero esos medios”, continúa el autor argentino, “terminan creando ambientes que nos transforman tanto a nivel individual como social e institucional. O sea, las tecnologías se parecen a nosotros y nosotros a ellas. No es una relación simple ni lineal. A mí me gusta hablar de coevolución. Es un proceso más bien lento, de acoplamiento estructural, diría Bateson, que se desarrolla a lo largo del tiempo y que nos afecta de formas difíciles de percibir de manera inmediata”.
A nivel psicológico, a Martínez le preocupa que, cuando la presencia y la conversación se convierten en algo permanente, lo que desaparece es la intimidad (que no debe confundirse con la privacidad): “¿Dónde queda el espacio íntimo del sujeto? ¿Por qué todo tiene que ser contado, nombrado, mostrado o narrado? En este sentido, la gente que somos un poco de Michel Foucault vemos que estamos en la era de la confesión: hay que estar continuamente confesando quiénes somos, qué hacemos, con quién estamos, qué deseamos, qué nos gusta… Es necesario tener un espacio de intimidad, al que los demás no tengan acceso. Y eso no es un menoscabo, es que nos hacen falta lugares en los que nos sintamos cómodos sin la mirada del otro, que a veces es muy juzgadora”, expone el psicólogo.
Esa “era de la confesión” a veces, mirada de cerca, da lugar a situaciones absurdas. Si echas un vistazo al feed en Twitter, Instagram o a los estados de WhatsApp —sí, hay quien los usa— puede que te encuentres con cosas que no deseabas saber sobre uno de esos amigos que se hacen de fiesta y se disuelven después, sobre un ligue del verano de 2011 o sobre una excompañera de trabajo a la que no ves desde hace siete años. Pero, todavía más arriba, pueden aparecer una conversación que hace demasiado tiempo que mantienes con desgana y por inercia; unas preguntas que, sin apenas darte cuenta, tú has dejado sin respuesta; o un mensaje enviado cuya respuesta tampoco te llegó a ti. Son los flecos sueltos que quedan cuando la tecnología impone una presencia online permanente e ininterrumpida y cuando hemos perdido la capacidad de alejarnos educadamente, de pedir “un momento, por favor” o de, simplemente, despedirnos.