El sexo tampoco se libra de bulos: sobre vibradores, cinturones de castidad y muñecas hinchables
La literatura y el cine han representado a menudo objetos y prácticas sexuales que en realidad nunca existieron, o no como se muestran en la ficción. Numerosas fuentes desmienten falsas historias en torno al erotismo que han calado en el imaginario colectivo
A poco que se haya leído algo sobre sexualidad, es fácil conocer que la invención de los vibradores respondió a la necesidad de los médicos victorianos de curar la histeria femenina. Hasta ese momento, dice la historia, los médicos hacían un masaje manual en la zona genital para calmar esos síntomas que incluían mareos, debilidad o cambios de humor. Con la creación del vibrador eléctrico, el tratamiento se convirtió en más efecti...
A poco que se haya leído algo sobre sexualidad, es fácil conocer que la invención de los vibradores respondió a la necesidad de los médicos victorianos de curar la histeria femenina. Hasta ese momento, dice la historia, los médicos hacían un masaje manual en la zona genital para calmar esos síntomas que incluían mareos, debilidad o cambios de humor. Con la creación del vibrador eléctrico, el tratamiento se convirtió en más efectivo y más descansado para los brazos de los sufridos doctores. Hay incluso una película, Hysteria (2011), que lo recrea y que empieza diciendo “Basado en hechos reales. En serio”. Hay que reconocer que la idea de que los médicos masturbaran a las mujeres en sus consultas y para ello inventaran el vibrador tiene muchos ingredientes para triunfar. Lástima que sea falsa.
El sexo no se libra de los bulos y ya se sabe que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. Eso es lo que ha pasado con la historia de la invención del vibrador. Asimismo, se sabe que una noticia falsa acostumbra a tener más alcance que sus desmentidos, y en este caso también es así. Numerosos artículos se han hecho eco de la historia, pero muchos menos de la rectificación.
En 2010 se publicó el libro La tecnología del orgasmo: La histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres, de Rachel P. Maines, científica especializada en la historia de la tecnología. Y es aquí donde surge toda la teoría de la invención de los vibradores para masturbar a las mujeres victorianas como tratamiento médico. Maines justifica su teoría con numerosas citas y añade la idea de que el modelo falocéntrico de la sexualidad hacía que este tratamiento fuera aceptado porque, al no involucrar penetración vaginal, no era considerado en esa época como una práctica sexual.
En el texto de Maines también se puede leer que el doctor Mortimer Granville (inventor del vibrador) negaba que percutía a mujeres, y la autora lo justifica asegurando que “claramente los médicos tenían interés en conservar su dignidad profesional”. No sabemos si fue alguna incongruencia de este tipo o lo extravagante de la historia lo que hizo que Hallie Lieberman y Eric Schatzberg, historiadores también, se fijaran en esta teoría y concluyeran que no había evidencias que la justificaran. En 2018 publicaron el artículo Un fracaso del control de calidad académico: la tecnología del orgasmo, donde explican que revisaron cuidadosamente todas las fuentes citadas por Maines y no encontraron que se dijera claramente que los facultativos victorianos usaran vibradores para provocar orgasmos como tratamiento médico. Ante esto, Maines respondió que su argumento era solo una hipótesis que caló bien y que incluso le sorprendía que se hubiera tardado tanto en refutar. No hay más preguntas, señoría.
Es cierto que los vibradores se inventaron a finales del siglo XIX y tenían un uso médico: masajear ciertas zonas del cuerpo para aliviar dolencias varias como problemas digestivos, flatulencias e incluso para quitar arrugas. Pero no para provocar orgasmos en las mujeres. En las primeras décadas del siglo XX se popularizaron los vibradores domésticos y, ya en la intimidad del hogar, hay sospechas de que algunas mujeres sí empezaron a usar esas estimulaciones para fines más placenteros. Y así hasta hoy.
Los falsos cinturones de castidad de la Edad Media
La Edad Media es una época de la historia de la humanidad que se nos muestra como bárbara. Museos con aparatos de tortura de esa época son ejemplo de ello. En este contexto, cuadra perfectamente la existencia de los cinturones de castidad, objetos de hierro con forma de braga que colocaba el marido cuando debía partir del hogar por largos periodos de tiempo para asegurar que su esposa no era penetrada por nadie. El cinturón de castidad habría tenido un doble objetivo: por un lado, garantizar la fidelidad y, por otro, evitar una posible violación. También se colocaba en hijas para garantizar su virginidad. Seguro que nos viene a la cabeza la imagen de alguno de estos objetos, son muy cinematográficos.
Según José Manuel Rodríguez García, del departamento de Historia Medieval de la UNED, “no hay ni una sola prueba material de que los cinturones de castidad existieran en ese periodo”. Es decir, hay mucha representación literaria, pero no hay referencias históricas. Además, hay que tener en cuenta los aspectos prácticos del artilugio. Con un pesado cinturón de hierro alrededor de las caderas y zona pélvica, habría sido muy difícil vivir durante meses o años, por no hablar de las heridas producidas al rozar el metal en la piel, que probablemente causarían infecciones en una época en la que no existían los antibióticos.
Y ya que hablábamos de museos, quizás se ha visto algún cinturón de castidad datado de la época medieval expuesto en algún centro. El British Museum de Londres, por ejemplo, contaba con uno que retiró tras comprobar que era falso. Según Rodríguez García, “esos cinturones de castidad son recreaciones de los dos últimos siglos. El más antiguo del que se tiene constancia data del primer tercio del siglo XVI”. Los cinturones de castidad, al igual que el derecho de pernada, fueron imaginaciones creadas en la época de la Ilustración para dar una imagen oscura de la Edad Media.
La muñeca hinchable que nunca existió
El proyecto Borghild es otra historia no confirmada vinculada con el sexo. Así se denominó a un supuesto proyecto nazi de 1941 para crear una muñeca hinchable para los soldados germanos durante la II Guerra Mundial. Las bajas por infecciones de transmisión sexual, principalmente sífilis, eran un riesgo que mermaba los ejércitos de aquella época. Esto sí es cierto, basta ver los carteles en la Guerra Civil alertando sobre el peligro de acudir a prostitutas, ya que era fuente de contagio de enfermedades venéreas. Para evitar ese causante de bajas y dadas las necesidades sexuales de los jóvenes varones combatientes, tenía sentido (según la mentalidad de la época) la creación de una muñeca hinchable que los soldados llevasen en su macuto. En un momento de calentón, cogían la muñeca, la hinchaban y listo. Higiénico y fácil. Supuestamente, fue así como se crearon las muñecas hinchables.
Para completar esta leyenda urbana, se aportaron detalles del diseño de la muñeca. Al más puro estilo ario, era rubia, con ojos azules, altura de 1,76 metros, con labios y pechos grandes, piernas, brazos y cabeza articulada. El proyecto, dicen, no llegó a materializarse porque un bombardeo destruyó la fábrica que producía las muñecas. Más allá de una página web que lo da por bueno y de que el tabloide alemán Bild lo publicó, hay numerosas fuentes que refutan su veracidad al no encontrar, una vez más, referencias históricas fiables.
Cabe decir que el proyecto Borghild es, como poco, una curiosa historia. Al igual que las otras dos, son relatos para contar con éxito en cualquier reunión distendida. El boca a boca o su versión moderna en forma de grupos de WhatsApp son una buena manera de consolidar bulos, sean del ámbito que sean. Además, ya se sabe ese viejo dicho que dice: “No dejes que la verdad te estropee un buen titular”.