Un amor fuerte como una casa señorial
Jorge Dosil y Ricardo Escobar se conocieron en una fiesta en Barcelona hace más de 11 años y han encontrado su destino en Casa Solance, un lugar a los pies del Camino de Santiago en el que viven y alquilan habitaciones a peregrinos y visitantes
En mitad de la noche, Jorge Dosil se acercó a un espejo de la sala Otto Zutz de Barcelona, marzo de 2012, y se empezó a peinar. Era una fiesta que organizaba la artista gráfica Silvia Prada y en la que pinchaba Rossy de Palma. Él, que llevaba dos meses en Barcelona trabajando en el sector de la moda y apenas conocía a nadie, fue con una amiga; se juntaron con otra amiga, que venía con otro colega que lleva...
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En mitad de la noche, Jorge Dosil se acercó a un espejo de la sala Otto Zutz de Barcelona, marzo de 2012, y se empezó a peinar. Era una fiesta que organizaba la artista gráfica Silvia Prada y en la que pinchaba Rossy de Palma. Él, que llevaba dos meses en Barcelona trabajando en el sector de la moda y apenas conocía a nadie, fue con una amiga; se juntaron con otra amiga, que venía con otro colega que llevaba una etapa sin salir y se encontró en medio de un fiestón de modernos. Cuando se peinaba, Jorge escuchó a sus espaldas: “No te peines tanto que estás muy guapo”. Era Ricardo Escobar. Se liaron esa noche y acabaron en casa de Ricardo, un piso en La Rambla. “Me desperté que ni sabía dónde estaba. Me fui corriendo porque entré en el trabajo sobre la hora, con la misma ropa. Pero antes le pedí su número, me había gustado mucho”. Jorge le envió días después un mensaje en el que venía a decirle que le gustaría conocerlo en circunstancias mejores, más claras. “Pues quedemos”, respondió Ricardo.
El flechazo fue eléctrico. Pero dos meses después la vida atropelló a Jorge. Le detectaron un bulto en el cuello y volvió precipitadamente a Galicia, arropado por su madre y sus hermanos. ¿Ricardo? Ricardo siguió con él. “Casi ni me conocía, y permanece, no se va”. Se ocupa de sus cosas en Barcelona (deshace su piso, organiza la mudanza). Mientras, Jorge sigue el tratamiento, en el que pierde el pelo (pelazo) que se peinaba solo unos meses antes en el espejo de Otto Zutz. “Recuperé ese pelo, me sané, volví a Barcelona y conseguí un trabajo en Valencia, donde estuve ocho años”. El amor siguió entre los dos a saltos por España: Barcelona, donde Ricardo era propietario de una empresa de artes gráficas, Valencia y Galicia. Es en esta última donde las cosas cambian y sus vidas se unen definitivamente alrededor de una casa emblemática. “Yo le había mostrado Galicia con todo mi amor a ella, él apenas la conocía y se enamoró”, cuenta Jorge, que le hablaba a su novio del Camino de Santiago como una suerte de mundo entero pasando a los pies de tu casa. “Mi idea original era tener una caravana en un prado y hacer zumos naturales y sándwiches, pintar acuarelas y hacer collares. A Ricardo le pareció buena idea”. Pero Ricardo fue más práctico y ambicioso: se enamoró de una casa en la antigua Rúa Maior de Sarria (Lugo) un día que paseaban los dos, a 10 minutos de Láncara, el lugar de infancia de Jorge. Un lugar, Sarria, por el que pasa el Camino, o sea el mundo.
Ricardo consiguió vender su casa de Barcelona y comprar su refugio gallego, que hubo que renovar en su totalidad. Hasta 2021 no pudieron vivir en él, de hecho pasaron la pandemia en una casa vecina desde la que siguieron las obras y el proyecto. El nombre es Casa Solance, en homenaje a una antepasada que la habitó siglos atrás. Se trata de una casa señorial en el casco urbano de Sarria, lugar simbólico del Camino. Aquí se desarrolla su relación, ya más de 11 años de amor en una casa de más de 1.000 metros cuadrados. Aquí viven y alquilan habitaciones a peregrinos y visitantes. Y aquí, también, ha encontrado Jorge Dosil la forma de seguir siendo “un rapaz de aldea”, como decía de su Balbino el escritor Xosé Neira Vilas, y volver a Galicia y convertir en gallego a Ricardo, el amor de su vida. Él había nacido en A Coruña, hijo de padres de 40 años y hermanos de 19, 14 y 12. Su padre, Ignacio, era maestro y su madre, Lola, había ejercido primero en el colegio y se dedicó luego a la familia. Se conocieron. Él era de Caión, en Carnota, y ella de Láncara (mar y montaña). Cuentan que sus abuelos paternos se fueron al rural lucense por esas recomendaciones de salud de la época: ya tenían cuatro hijos y en Láncara tuvieron otros cuatro. Allí los hijos de los maestros se hicieron novios en una feria de ganado. “En el árbol genealógico de mi familia materna todo ocurre durante siglos en un triángulo de menos de 10 kilómetros”, dice Jorge.
Cuando se casaron, los padres de Jorge vivieron en Asturias y, “con ese afán de acercarse más al origen que tenemos los gallegos a medida que pasan los años”, decidieron trasladarse a Pontedeume. Se crio allí, donde siempre tuvo la sensación de haber llegado tarde a todas partes, “pero feliz”. Su familia ya llevaba casi 10 años viviendo en Pontedeume y se había hecho un hueco en el pueblo. Su padre como director del único colegio público que había y metiendo la cabeza en la política local. Su madre, ama de casa dedicada a su hijo pequeño y a disfrutar con él de la playa. Jorge se crio jugando con niñas y niños en el parque hasta que su padre se suicidó cuando él tenía nueve años. “Como es un pueblo y nosotros éramos conocidos”, dice, “mi familia me cambió de colegio y fui a uno del Opus en autobús a Fene [A Coruña]. Todo se vuelve gris, solo niños en uniforme y en blanco y negro”.
Su locus amoenus, cuenta, siempre fue el campo de Láncara. La casa natal de su madre a donde iba siempre que había vacaciones. Donde supo que siempre sería un rapaz de aldea. Donde ha vuelto a 10 kilómetros de distancia para vivir, después de recorrer media Galicia y media España, para convertir su amor en la metáfora perfecta de una casa, la Casa Solance, que acoge gente, que restauran y cuidan entre los dos, y que lleva en pie, con este aspecto, desde el siglo XIX.