Placeres de verano | Ser otro, el placer efímero
No iba a ir solo, así que viajé con dos asientos, uno para mí y otro para mis cosas, como los ricos. La vida en soledad y en el extranjero me permitió inventar una vida sin testigos
No iba a ir solo, así que viajé con dos asientos, uno para mí y otro para mis cosas, como los ricos. Cuando llegué al aeropuerto de Nápoles el taxista me dijo: “¿Esperamos a alguien más?”. Y le respondí con una sonrisa amarga, la mejor que encontré en mi armario de sonrisas amargas (la sonrisa amarga del “usted qué cree”), y fui a dar con mis huesos a un edificio del siglo XVI frente a las aguas de ...
No iba a ir solo, así que viajé con dos asientos, uno para mí y otro para mis cosas, como los ricos. Cuando llegué al aeropuerto de Nápoles el taxista me dijo: “¿Esperamos a alguien más?”. Y le respondí con una sonrisa amarga, la mejor que encontré en mi armario de sonrisas amargas (la sonrisa amarga del “usted qué cree”), y fui a dar con mis huesos a un edificio del siglo XVI frente a las aguas de Sorrento, la costa amalfitana: un lugar en el que se reúne la gente para ver la puesta de sol, poblado de parejas recién casadas o a punto de casarse, yo solo con una maleta y un ordenador, sin idea del futuro y con trabajo por hacer, y un estribillo en mi cabeza: “Qué harías tú / en un ataque preventivo de la URSS”.
Fue así como en la última semana de julio, después de las elecciones generales, descubrí un placer de verano que no sabía que existía: viajar solo. Empecé con dudas y acabé eufórico. He viajado solo muchísimas veces en mi vida, pero siempre por trabajo; este verano ha sido el de mi primer viaje de placer, y repetiré. Cinco días de durísima introspección, muchísimos kilómetros paseados, muchísima música escuchada y, por fin, las cinco mil últimas palabras que me faltaban desde marzo para acabar una novela. Temporada alta en Sorrento, azul eléctrico del mar por todas partes, piscina llena de viejos amables y cercanos que me miraban con compasión lejana, y hacían bien; aquellos días era una criatura necesitada de la compasión de los extraños, la mejor compasión de todas: la que recibes de gente que sabe que tiene que apiadarse de ti, pero no sabe por qué. Se viaja solo y no hay que impresionar a nadie, no se puede decepcionar a nadie, ni se le hace a uno lo que no quieres que te hagan a ti ni hacérselo a los demás; es un ejercicio de respeto para contigo mismo (no coger el móvil cuando estás pensando, no interrumpirte con otros temas cuando estás hablando contigo mismo de uno, no darte vergüenza, reírte solo). Y si te preocupa el qué dirán por hablar solo y reírte solo, te pones unos airpods, aunque el qué dirán está muy sobrevalorado. Y así pensarán que no estás ni loco ni solo, con lo bonito que es eso.
En esas fechas estratégicas de catarsis, que coincidieron con mi cumpleaños, la vida en soledad y en el extranjero me permitió inventar una vida sin testigos. Hacer el ridículo, o sea. Hacer cosas como comprarme un sombrero, que es algo que nunca me había atrevido a hacer, y sentarme en una de esas terrazas de los acantilados a fingir ser un refinadísimo asesino en serie, pero no sabía italiano aunque pedía cócteles muy sofisticados. No mantuve una conversación con nadie en todos esos días: mis charlas más largas eran al teléfono y con mi editora. Me levantaba con el amanecer, alrededor de las cinco de la mañana; salía a caminar por el pueblo a esa hora en la que funciona el mundo a escondidas; un hombre daba de comer a los gatos, otro barría, los más iban o venían con las maletas por las calles porque para que el planeta orbite se necesita a gente orbitando a su vez: lo mueven con los ruedines de sus maletas, el verdadero motor secreto de este impresionante lugar de la galaxia.
Después de dos horas de caminata (humedad ya infernal) llegaba la hora del desayuno, luego la primera siesta de la mañana y, al final, sobre las nueve, escribir junto a la piscina una hora hasta que el bar abriese. Los primeros días fueron estúpidamente literarios, como siempre que se hacen estas cosas. Un postureo inabarcable con la característica de que no había público. Lo mismo que hacen los protagonistas taciturnos en las películas, pero ellos, al menos, tienen a gente en los cines mirándolos. Pero ya al segundo o el tercer día la cosa empezó a funcionar; uno empieza a acomodarse a su soledad, a disfrutar de la compañía de sí mismo sin caer en el narcisismo o la autoviolencia. Consiste en creerte que de ese viaje no volverás, en sospechar que esa vida tuya —si bien con otras condiciones materiales— no es circunstancial sino definitiva, y que en algún momento la gente te considerará un nativo o algo parecido (un nativo que no sabe el idioma ni las calles).
Un viaje solo de ida, y solo tú en esa ida, de tal manera que tu mundo de antes se emborrone poco a poco hasta terminar evaporándose y que de él quede un charquito que recordar algunas noches de niebla, cuando el sur italiano te recuerde a los atardeceres de otoño en Areas. En eso consistió todo hasta que llegué a Barajas y me recibió por sorpresa una amiga con una tarta y cantando Cumpleaños feliz. Nunca estamos a salvo de los que más nos quieren. Nunca podemos escondernos de quienes saben dónde nos escondemos. Y menos mal.