Botijo: de icono artesano en el mundo rural a pieza de arte
El artilugio, tradicionalmente ligado a las cuadrillas de trabajadores del campo, se sostiene gracias a los últimos alfareros y se reinventa con nuevos usos que lo acercan a la decoración, el capricho y la nostalgia
Bastan dos kilos de barro para construir un botijo. Pero han sido necesarios miles de años y la sabiduría de los artesanos para perfeccionar el objeto hasta convertirlo en icono. Su efecto nevera le dio un tradicional rol protagonista para evitar la sed, especialmente en las zonas rurales. Hoy relegado a un papel secundario, ha sido sustituido por frigoríficos y plástico y su uso tiende ya hacia la decoración, el capricho o la nostalgia. Sin embargo, queda un puñado de sabios capaz de elaborarlos en pocos minutos, sin dar relevancia a su conocimiento. Lo hacen sobre todo en pueblos como Agost ...
Bastan dos kilos de barro para construir un botijo. Pero han sido necesarios miles de años y la sabiduría de los artesanos para perfeccionar el objeto hasta convertirlo en icono. Su efecto nevera le dio un tradicional rol protagonista para evitar la sed, especialmente en las zonas rurales. Hoy relegado a un papel secundario, ha sido sustituido por frigoríficos y plástico y su uso tiende ya hacia la decoración, el capricho o la nostalgia. Sin embargo, queda un puñado de sabios capaz de elaborarlos en pocos minutos, sin dar relevancia a su conocimiento. Lo hacen sobre todo en pueblos como Agost (Alicante) o La Rambla (Córdoba), mientras la nueva alfarería trata de adaptarlo al siglo XXI con aportaciones estéticas y nuevos usos que lo acercan al arte. Signo de los nuevos tiempos, ha pasado de ostentar un uso colectivo de las cuadrillas en el campo a uno individual en la ciudad.
“Plof”, se escucha en el taller de Álvaro Montaño (53 años), rodeado de botijos, cuando deja caer esos 2.000 gramos de arcilla sobre un torno que gira a toda velocidad. Necesita apenas unos segundos para que el bloque tome una forma redondeada que moldea con sus dedos y un pequeño trozo de caña. Nacido en La Rambla (7.515 habitantes), empezó con apenas ocho años en el taller de su padre, el mismo que aún mantiene. Con diez, en 1978, obtuvo el segundo premio en el concurso local de aprendices en una época en la que en este pueblo cordobés se contaban 40 alfarerías tradicionales. Hoy apenas quedan dos. Una es la suya, que dirige junto a su hermano Antonio a la antigua usanza. “No tenemos maquinaria, salvo la que ayuda a limpiar las impurezas del barro y corta las pellas para cada pieza”, explica Montaño, que también ejerce de presidente de la asociación que reúne a 65 artesanos alfareros locales. “La mitad que antes de la crisis de 2008″, afirma para después realizar un gesto convertido en patrimonio mientras bebe de uno de sus botijos. Lo repite con frecuencia: en este pueblo —donde en 2017 se atrevieron a lanzar un botijo a la estratosfera— hace falta beber con frecuencia: los 40 grados se superan con facilidad en verano.
A este alfarero le gusta trabajar con la radio encendida. Es un viejo aparato de coche reutilizado con ingenio y salpicado de barro, como todo en esta humilde guarida donde sucede la magia. Los hermanos Montaño elaboran casi un centenar de piezas al día y unas 15.000 anuales. El techo del taller está repleto de botijos porque es ahí donde se secan. Parecen flotar en el aire y ofrecen la imagen de la sencillez. Todos son similares pero jamás iguales. Y pasarán 24 horas por un horno que alcanza los mil grados. Estarán listos entonces para viajar hasta donde los reclamen, sobre todo territorio español. Su capacidad varía desde los siete litros —reclamados, sobre todo, por trabajadores del campo— hasta 0,5 litros, puramente decorativos. Los medianos, de entre dos y tres litros, son los más demandados. Son su producto estrella, aunque aquí también elaboran huchas, cántaros, jarrones, cuencos, tiestos, morteros o incluso tejas.
Efecto nevera
Este alfarero tiene varios camiones de arcilla tendidos en el patio del taller. Procede de una cantera que ha permitido a lo largo de los siglos que el pueblo haya basado su economía en la cerámica. Es el material clave, puesto que su porosidad permite al botijo lo que tradicionalmente se conoce como sudar. Es decir, filtrar agua hacia el exterior del recipiente, que se evapora por el efecto del calor. Justo el que se roba al líquido contenido en el interior, de ahí que este se enfríe. “Pueden refrescar el agua incluso a pleno sol, pues casi no absorben la radiación solar, y parte del calor debido a la temperatura ambiente lo disipan por evaporación”, explicaba en 2015 el escritor y matemático Carlo Frabetti a este diario.
El barro apenas necesita tratamiento. Y este es exactamente igual en La Rambla que en Agosto (4.906 habitantes), los dos municipios que acogen a la inmensa mayoría de fábricas de este artilugio. Primero se decanta con agua para eliminar impurezas en pilones u otros recipientes. También se le añade sal —siete kilos por tonelada de material— para que adquiera consistencia y su tradicional color blancuzco sea homogéneo. Más tarde se desecha el agua y el barro se extiende en el suelo hasta que pierde la humedad, cuando se recoge y guarda bajo plástico. Ya solo falta eliminar las pequeñas piedras o trozos de cal que lleva impregnados, labor que se realiza con una máquina llamada galletera. “Seguimos usando las mismas canteras que nuestros antepasados porque no vale cualquier tierra”, subraya Pau Vicedo, octava generación de la Alfarería La Navá, a las afueras de la localidad alicantina.
“El botijo es nuestro emblema, pero lo hemos remodelado con formas más contemporáneas sin perder su funcionalidad”, cuenta Vicedo. “Es una pieza incontestable. No responde a modas y es imposible de mejorar para lo que es: beber agua fresca”, señala. En sus instalaciones seis personas elaboran unos 35.000 unidades al año de distintas formas y tamaños, muchos de los cuales viajan a Europa o Estados Unidos. Los hay alargados, chatos, lobulados o con forma de gallo. Siempre con asa redonda, marca de la casa de este pueblo, que contrasta con la de La Rambla, de forma cuadrada. Se pueden ver las diferencias en el Museo de la Alfarería agosteño, donde el botijo es el protagonista. También lo es en tres de los más importantes museos especializados en el objeto: el de Argentona (Barcelona), con 4.000 ejemplares; el de Toral de los Guzmanes (León), que acumula más de 3.000 piezas; o el de Villena (Alicante), que incluye un millar de unidades procedentes de multitud de pueblos españoles y de otros países.
Nuevos usos
Estos espacios igual deben mirar, de nuevo, a La Rambla para ampliar su colección. Allí nació en 2009 Cerámicas Iván Ros, liderada por Iván Figueroa, de 41 años y referente de las nuevas generaciones que impulsan la cerámica rambleña. Se ha especializado en menaje, pero el año pasado ideó un nuevo producto que se ha convertido en uno de sus mayores éxitos de ventas. En plena pandemia, decidió abrir un agujero en uno de los laterales del botijo y, después de secarlo, darle esmalte para ofrecer distintos colores. Lo ha convertido en una cubitera. “Ahora es la pieza más vendida de la web. Nos llegan pedidos incluso desde fuera de España”, subraya Figueroa, que ha patentado el invento, realizado con la arcilla tradicional del municipio, pero con un tratamiento extra para que no sude y permita mantener el hielo en su interior.
El comercio electrónico al que se han lanzado en Iván Ros es una excepción en un sector aún de mayoría analógica. Es lo que no termina de entender el jiennense Javier Real, de 46 años, con una empresa que se dedica a los servicios online y con la que decidió lanzar en el año 2020 la web Bootijo.com. “Quisimos dar respuesta a esas personas que se acuerdan de que en casa tenían un botijo y quieren comprar uno o prefieren regalarlo y no saben dónde adquirirlo”, subraya el fundador de la compañía Objetivo 360. “No lo hicimos para hacernos ricos: sí para mantenerlo vivo y darle la distinción que se merece, por el simple placer de potenciar lo sostenible y ecológico”, añade. La página dispone de una treintena de modelos a la venta, entre ellos dos exclusivos: el modelo fitness y el modelo botella. Muchos proceden del taller de Álvaro Montaño, pero también dispone de los elaborados por artesanos de Bailén (Jaén) y de la propia capital jiennense.
Su mayor demanda llega desde Madrid, justo donde nació hace 33 años Valeria Palmeiro, más conocida por su nombre artístico, Coco Dávez. En 2019 quiso trasladar la memoria de los veranos de su infancia al arte y lo hizo a través de los botijos. Ideó la colección Caos y otras luces con una treintena de piezas que se mostraron en la tienda Cocol, en la capital, y se agotaron con rapidez. El proyecto tenía como base la intervención artística de piezas elaboradas, precisamente, en la Alfarería La Navá. No ha sido la primera en hacerlo: el año pasado, el artista segoviano Ismael Peña mostró obras de Dalí, Forges o Canogar que también utilizaron estas vasijas como lienzos. Ahora, mientras Dávez prepara una exposición en Los Ángeles para 2023 y espera arrancar la cuarta temporada de su podcast Participantes para un delirio, le da vueltas a una segunda colección. “Me lo pasé muy bien y estoy rodeada de botijos en mi estudio”, señala mientras destaca el hecho “insólito” de que existan pueblos donde la elaboración artesana de objetos como estos siga viva cuando es un mundo que está muriendo. “Las nuevas generaciones no saben ni cómo utilizarlos”, dice quien destaca la existencia de artesanos que mantienen la tradición y otros que innovan. Larga vida al botijo.