Hay un chiste involuntariamente profético de los economistas de desarrollo que dice que cuando el Norte se resfría, el Sur coge una neumonía. Y como es probable que las consecuencias económicas de la pandemia, por espantosas que sean en Europa Occidental y en Norteamérica, serán más graves y durarán más en otras zonas, esto significa que todos los desastres, naturales y provocados por el hombre (y, a veces, cómo no, una combinación de ambos) a los que se enfrentan ahora los trabajadores humanitarios se multiplicarán: habrá más inmigrantes, más guerras por los recursos y más enfermedades contagiosas. Además de sus otras víctimas, la pandemia se ha llevado por delante cualquier esperanza de cumplir los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU para 2030. Y la cooperación para el desarrollo internacional, o lo que queda de ella, recibirá casi con toda seguridad incluso menos financiación de la que recibe ahora.

Inevitablemente, muchas crisis no podrán abordarse en lo que será, hablando claro, una Gran Depresión mundial. Las ONG no disponen ni del personal, ni de los fondos, ni de la legitimidad para hacer lo que indudablemente se esperará de ellas, o lo que ellas esperarán de sí mismas. Si se puede extraer algo positivo de todo esto –y es poquísimo– es que, aunque la pandemia pueda avivar el populismo, al menos ha destruido la fantasía neoliberal de la privatización del mundo. Los Estados, y no las ONG, serán los únicos que podrán lidiar con las crisis. La acción humanitaria tendrá, sin duda, una función que desempeñar. Pero esa función, con menos medios y muchas más exigencias, será principalmente un complemento de la que ejerzan los Estados. Sin embargo, para mantener siquiera esa condición, las organizaciones humanitarias tendrán que renunciar, de una vez por todas, a la idea de que cuando rescatan a inmigrantes o construyen consultorios en lugares afectados no están haciendo política.