Los grandes amores, los más inquebrantables y apasionados, no siempre han de ser precoces ni a primera vista. Pueden corroborarlo preguntándole a Javier Colina (Pamplona, 59 años), uno de los mejores contrabajistas del mundo, dicho sea sin ánimo de hipérbole. Ahí donde le ven, el hombre que ha escoltado a Tete Montoliú, Chucho Valdés, Chano Domínguez o Santiago Auserón, el firmante de un memorable disco a dúo con Bebo Valdés en el Village Vanguard neoyorquino o el gran impulsor de Sílvia Pérez Cruz, con la que firmó En la imaginación cuando la gerundense aún era un secreto, no abrazó por primera vez a uno de esos gigantes de cuatro cuerdas hasta los 26 años. Créanselo. Allá por 1986, Colina era todavía un acordeonista de vocación popular que recorría las villas y pueblitos navarros animando fiestas y verbenas, y que también se apañaba con la guitarra, el cuatro venezolano o el charango, ¡tan pequeñajo!, entre los dedos. Hasta que descubrió que los movimientos armónicos de la mano izquierda del acordeón también podían dibujarse sobre un mástil, así que cambió de filiación y de ciudad, se afincó en el efervescente barrio de Lavapiés de 1988 “para ampliar el radio de acción” y… el resto es historia viva del jazz, el flamenco y las músicas latinoamericanas.
Es hoy el día en que el grandullón pamplonica no da abasto, y eso que rechaza muchas colaboraciones en las que intuye que no podría “aportar algún elemento diferenciador”. De sus años como músico ambulante de pueblo, Colina conserva el aire afable y la humildad franca, pero ni renuncia a llamar a las cosas por su nombre ni a ofrecer opiniones alejadas de la cosmética de la condescendencia. Ahora rescata uno de sus primeros grandes amores musicales, la asociación con el extraordinario guitarrista Agustín Carbonell “El Bola”, gracias al Ciclo 1906: Música para una inmensa minoría. El uno y el otro, con el necesario respaldo de ese cajonero de altos vuelos que es José Manuel Ruiz Motos “Bandolero”, ya han actuado en Girona y lo harán en Santiago de Compostela, Lugo y Ourense en un reencuentro que entronca con las primeras aventuras madrileñas de Javier. La magia que pueda surgir de aquí, como siempre entre jazzistas y flamencos, es una bendita incógnita que deberemos despejar in situ. Cosas de la música en vivo concebida sin redes de seguridad.
¿En qué se parece esta alianza a la que mantiene con Josemi Carmona, también en presencia de Bandolero?
El repertorio de Agustín son sus temas, una música muy loca y compleja, mientras que con Josemi los estándares latinos nos sirven como centro de la actuación. Solo cuando a Bola le apetece que introduzcamos versiones, desde El amor brujo hasta A night in Tunisia, es cuando ambos proyectos de algún modo se asemejan.
El Bola es sobrino nieto de Sabicas. ¿Cómo se animó hace 30 años a tocar con usted, que carecía de pedigrí?
Porque los flamencos son así, muy generosos. En Pamplona yo ya había hecho alguna cosilla flamenca con el guitarrista Carlos Itoiz, pero poco más. A Agustín, mi primer contacto en Madrid, no le importó. Si les llega un tipo con ganas de tocar y buen espíritu, los flamencos te reciben, y más con un instrumento tan singular como el mío. La música flamenca me parecía por entonces lo más difícil del mundo, pero él no solo me orientó; también fue el que le dijo a Santiago Auserón: “Oye, que he descubierto a un contrabajista por ahí que te iba a gustar…”.
'BOLA' / COLINA / BANDOLERO actúan, dentro del 'Ciclo 1906, Música para una una inmensa minoría'
Dodo Dada, Santiago de Compostela, viernes 31 de mayo.
Clavicémbalo, Lugo, sábado 1 de junio.
Café Latino, Ourense, domingo 2 de junio.
Después de tres décadas de trayectoria, ¿se siente ya con derecho a sentar cátedra?
Qué va. Yo no soy ningún maestro. Mi única maestría es la forma de ver la vida, pero no pretendo servir de referencia. Si alguien quiere seguir mi trabajo, o piensa “Este señor tiene una forma distinta de tocar y algún disco le ha quedado bien”, encantado. Pero nada más. Yo solo hago lo que puedo, me he aprendido mi oficio como se lo aprende un maestro de obra. Eso es todo.
Pero admitirá al menos que un recién llegado al jazz o al flamenco tiene cosas que aprender de usted…
Eso sí, porque para aprender hay que juntarse con la gente mayor. A mí me ha sucedido siempre: con Bebo, con Tete o con Pepe Habichuela, un tipo impresionante. Si quieres continuar una cadena, y tanto el flamenco como el jazz lo son, has de empezar poco a poco y arrimándote a quienes te anteceden. Sobre todo, porque muchos siguen vivos y están desaprovechados.
¿Flamenco y jazz permiten cotas similares de improvisación?
No, no. El flamenco, una vez entrados en faena, es más riguroso: los tangos son tangos y las bulerías, bulerías, y cuando empiezas una falseta tienes que acabarla. Toda libertad es bienvenida encima de un escenario, pero también he de avisar de que he conocido a muchos improvisadores presos de sus propias músicas.
¿Alguna vez añora el primer plano? Porque el contrabajo es complemento fundamental, pero no suele ejercer el papel protagonista…
Yo tengo una misión, dirigir la armonía, sujetar bien la música. Puede parecer más vistoso el papel de un cantante, por ejemplo, pero un mal contrabajista te destroza cualquier espectáculo. Porque un equipo necesita a Messi, pero también a Piqué, y el buen bajista debe tener su propia personalidad. Si te hace falta un contrabajista para tu música y te sirve cualquiera, mala cosa.
Usted sí que ha conseguido resultar muy reconocible. ¿Qué ambiciona en estos momentos?
Yo es que no he sido ambicioso nunca, ni siquiera con 30 años menos, así que dudo que lo empiece a ser ahora. He ido viviendo lo que me daba la vida, sin esperar nada, y así he terminado tocando con Tete Montoliú o con grandes músicos de Mali. Ya Bergamín avisaba de que ilusión viene de iluso, así que intento ahorrarme las ambiciones. Sigo haciendo lo que puedo, sin más, y procuro que no se me conozca por cometer tonterías.
Pero nadie está a salvo de tomar decisiones erróneas…
Desde luego. Por eso es importante estudiarse a uno mismo, pensar en qué puedes ofrecer. Cuando se me acerca algún chaval joven le aviso de que es un sinsentido tocar, tocar y tocar, ensayar hasta dejarse los dedos. Yo he preferido invertir muchas horas en preocuparme de cómo quiero ser, en sentirme bien y defender mi honestidad. Y para eso no necesitas practicar como bobo 100.000 escalas al día.
¿Sería deshonesto para usted participar en propuestas musicales más mayoritarias?
Es que la música comercial la controlan las grandes empresas, como todo, así que yo prefiero seguir apostando por otras realidades sonoras. El Whopper puede ser muy popular, pero con eso no te van a conceder el Premio Nacional de Gastronomía. Y las músicas más en auge ahora apelan a los más bajos instintos, trafican con el analfabetismo musical. La música ha dejado de afectar a la sociedad, de enriquecerla. Ahora mismo no produce ningún beneficio. Nada.
¿Y antes sí?
En los festivales de jazz de los años setenta, la policía se acercaba por el San Juan Evangelista para detener a comunistas. Es decir, la música conllevaba una actitud, un movimiento. Ahora no existen tendencias: todo forma parte del Gran Negocio. Vas a cualquier tienda a probarte ropa y escuchas de fondo un chunda chunda permanente, y eso solo sirve para infravalorar la música, para acabar despreciándola. He llegado a aprenderme canciones enteras de La Oreja de Van Gogh solo de escucharlas en el dentista o comprando zapatos. Es decir: el éxito basado en la repetición.
¿Salvaría al menos a Rosalía de ese panorama que describe?
Bueno, Rosalía está muy bien para niños o chavales jóvenes. Si tienes menos de 30 años, de acuerdo, pero no pretenderán vendérmela a mí. Es como una peli de Harry Potter: puede gustarme para echar el rato, pero no es la peli de mi vida.
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