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Sentarse en un banco: un lujo anacrónico en la ciudad acelerada

La calle puede ser también destino y los bancos son la mejor encarnación de esta idea. Representan un agradable paréntesis en el camino, burladeros donde protegerse de las embestidas que da la prisa

Tenía el día libre y toda la jornada por delante. El niño en la guardería, el marido en el trabajo y un par de recados por hacer. Parecía un día aburrido, así que me inventé un imprevisto. Sin más preámbulo ni planificación hice algo loquísimo: me senté en un banco. No tenía la excusa de esperar una cita o mitigar un apechusque, ni siquiera saqué el móvil en busca de una vaga coartada. Me senté a calzón quitado. Después de unos minutos de adaptación, empecé a observar como el viento barría las hojas caídas, como el sol movía las sombras de los árboles. Vi a la gente corretear, con su hormigueo...

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Tenía el día libre y toda la jornada por delante. El niño en la guardería, el marido en el trabajo y un par de recados por hacer. Parecía un día aburrido, así que me inventé un imprevisto. Sin más preámbulo ni planificación hice algo loquísimo: me senté en un banco. No tenía la excusa de esperar una cita o mitigar un apechusque, ni siquiera saqué el móvil en busca de una vaga coartada. Me senté a calzón quitado. Después de unos minutos de adaptación, empecé a observar como el viento barría las hojas caídas, como el sol movía las sombras de los árboles. Vi a la gente corretear, con su hormigueo acelerado, los minutos escurrirse lentos e implacables. Y así eché la mañana, como un feliz jubilado.

Habría pasado una hora cuando se acercó un colega del barrio y me preguntó si iba todo bien. —Claro—, contesté, —¿por qué?—. Se le atragantó el silencio y miró a los lados de forma esquiva, como si fuera algo evidente. Sentarse solo en un banco es algo reservado a perfiles muy concretos como un pervertido, un jubilado o Keanu Reeves. La calle está para correr de un lado a otro, no para sentarse. Es un espacio de paso, la distancia que separa dos puntos. De tu casa al trabajo, al dentista, al bar, o como mucho a otra casa. La gente ya solo se sienta en la calle con un vermú en la mano y una cuenta por pagar. Las terrazas de los bares han sustituido a los bancos como espacio de encuentro callejero. Lo de sentarse gratis es una cosa marginal y antisistema. Mi colega, claro, no me soltó toda esta chapa. Me contestó: —No, no, por nada—, y se fue.

Su extraña actitud me reafirmó en mi idea. Me ancló al banco con una convicción renovada. La calle puede ser también destino y los bancos son la mejor encarnación de esta idea, pensé. Representan un agradable paréntesis en el camino, burladeros donde protegerse de las embestidas que da la prisa. Pueden ser un refugio donde reponer fuerzas, un espacio propicio para el encuentro. Convierten la intemperie en refugio y hacen la calle un poco más casa.

Mi adolescencia transcurrió entre bancos. El culo reposando entre dos listones de madera y la vida desfilando ante mis ojos. Tenía un banco en mi barrio a donde iba a fumar cigarritos con aliño psicotrópico con los amigos. Ahí filosofamos muy fuerte y nos reímos de las cosas más serias. Tenía también un banquito para menesteres románticos en el Campo del Moro, el mejor lugar para una cita que mi bolsillo se podía permitir. Había muchos bancos para hacer botellones y amigos por el Parque del Oeste. Bancos para comer pipas y tomar el sol. Bancos enfrentados, estupendos para juntar a un grupo grande y montar una tertulia, un complot o un aquelarre. Había incluso bancos perfectos para llorar y mirar al infinito.

No sé cuando dejé de sentarme en los bancos, pienso mientras estoy sentado en uno. Quizá cuando empecé a tener dinero para ir a los bares y restaurantes. O cuando me independicé y encontré en mi pisito compartido en Lavapiés un lugar más privado para realizar asuntos románticos, psicotrópicos y sociales. No sé si fui yo, que crecí y cambié, o fue Madrid, que relegó los bancos públicos hasta convertirlos en una especie en peligro de extinción. Prohibió el botellón, criminalizó la reunión festiva en torno al banco. Y les declaró la guerra. Poco a poco los bancos se fueron encogiendo, hasta convertirse en sillas individuales para evitar el descanso de las personas sin hogar. Algunos desaparecieron y las terrazas reclamaron su espacio como una especie invasora.

Igual fue la sociedad, que se aceleró hasta el histerismo, y en este mundo de prisas, compromisos y urgencias, nadie puede pausar la vida y sentarse en medio de la calle. Los bancos son el anacronismo de un mundo que ya fue. Una cosa vintage que solo aprecian los jubilados. Ojalá vuelvan, como volvieron los pantalones anchos, el cóctel de gambas o el bigote. Pero hoy son el vestigio de una vida pasada y tranquila, donde en la ciudad había peatones, no clientes, y la prisa no dictaba el ritmo de la vida.

Puede que sea una mezcla de las tres cosas, pero hoy, mientras me descuelgo de la rutina repantingado en un banco, me prometo volver más a menudo a estos lugares. Reivindicarlos con una vagancia activista. Hacer un alto en el camino de vez en cuando.

He reivindicado la pausa con tanta vehemencia que se me ha hecho tarde y tengo que ir a recoger al niño a la guardería. Pienso entonces que Matteo tiene un año, que ha empezado a visitar los parques con el furor del infante y que igual en un par de años (cuando pueda vigilarle desde la distancia sin que se mate) podré sentarme en un banco a verle jugar. A verle crecer. Y a ver la vida pasar.

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