Hace unas semanas, en el Festival de las Ideas que se celebró en Madrid, el filósofo del nuevo realismo ...
Hace unas semanas, en el Festival de las Ideas que se celebró en Madrid, el filósofo del nuevo realismo Maurizio Ferraris dijo: “cuando nos expresamos, podemos mentir, sin embargo, cuando consumimos, siempre decimos la verdad. Si uno pide una pizza es porque le gusta. Y punto. No hay miedo a que esto se malinterprete.”
En el amor contemporáneo ocurre todo lo contrario. Si te gusta alguien lo mejor que puedes hacer es no mostrar interés. Es decir, no te vistas de manera especial, no sonrías demasiado, no le acaricies la mano al andar y, por supuesto, no apoyes la cabeza en su hombro. No escribas diciendo: “me gustaste”, “qué lindo fue pasar la tarde contigo”, “tu voz me calma”. No insistas. O, mejor, no escribas. Nada. Espera. Una mirada es un compromiso. ¡Hijos! Muéstrate ocupado, independiente, fluido. Fluye. ¡Fluye como un río! Que sepa que no pasarás dos veces por ahí. Excúsate con que tienes mucho trabajo, muchos amigos, muchos libros que leer y mucha plancha. “Tengo mucha plancha”. Sí. Hazle saber que, para ti, tu ratito de calma fregando la olla de macarrones con chorizo es tu prioridad. Jamás le hagas un hueco en tu agenda. Di: “lo vamos viendo”. Y ya lo verá alguien. No sabemos quién.
Últimamente se ven coreografías amorosas en bares que parecen imanes que se repelen. Los camareros no saben si son citas o encuentros entre abogados y registradores de la propiedad. Dicen que han visto a hombres llorar en el baño por no haber podido pasarle a ella el mechón por detrás de la oreja. Mujeres que se hicieron sangre en la lengua para no pronunciar “guapo”. Un “te quiero”, una condena. Y, en el fondo, todos son pajaritos.
Pajaritos con el mismo aspecto que uno piensa cuando lee “pajarito”. Un esqueleto olvidado en una zona boscosa, con ramas secas alrededor y olor a humedad. Un bichito que no vuela, que está desnutrido y al que hay que dar miguitas de pan mojadas en leche, con cuidado y con las yemas de los dedos.
Observo a amigos y amigas con el deseo de volar como en aquella película que vi ochocientas veces ―porque el VHS venía de regalo con la pizza del Telepizza― en la que una niña canadiense acogía un nido de gansos abandonados y los cuidaba y mimaba y corría con ellos y acababa la tía construyendo un aeroplano para enseñarles a volar.
Yo construiría aviones para todos. Y les diría “guapos”, y les acariciaría el pelo. Deberíamos resistirnos a mirar la pizza con desprecio por miedo a que un día desaparezca.