Romper el armario a bastonazos

La historia de amor entre dos ancianos ha sido una de las más leídas en este periódico, puede que sea porque andamos faltos de referentes mayores LGTBIQ+

Paco y Juan Carlos se abrazan tras conocerse, en el programa La tarde, aquí y ahora. Foto cedida por Canal Sur.Canal Sur TV

Del armario al plató. Y de ahí a la viralidad. La historia de Paco y Juan Carlos, los dos ancianos que se enamoraron gracias al programa de Juan y Medio, se convirtió rápidamente en una de las más leídas en este diario hace unos días. Ambos habían reventado el armario a bastonazos para pasar de una vida clandestina a la tele. Ahí describieron cómo daban paseos por el pueblo cogidos de la mano, enamoriscados como adolescentes. Cont...

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Del armario al plató. Y de ahí a la viralidad. La historia de Paco y Juan Carlos, los dos ancianos que se enamoraron gracias al programa de Juan y Medio, se convirtió rápidamente en una de las más leídas en este diario hace unos días. Ambos habían reventado el armario a bastonazos para pasar de una vida clandestina a la tele. Ahí describieron cómo daban paseos por el pueblo cogidos de la mano, enamoriscados como adolescentes. Contaron que los vecinos los paraban para felicitarlos, que el suyo era un amor visible y aplaudido. Después de vivir unas vidas muy duras, llenas de insultos, de odio y de vergüenza, por fin eran libres. Hubo algo en la historia de estos dos hombres que conectó con la gente. No puedo teorizar por qué lo hizo, pues los caminos de la viralidad son inescrutables. Pero sí puedo intentar explicar por qué resonó en mí.

Yo nunca me imaginé viejo. Se dice mucho que a los jóvenes maricas de hoy nos robaron la adolescencia, pero yo añadiría que nos robaron hasta la idea de una vejez. Porque los pocos homosexuales que se asomaban al mainstream en los noventa eran jóvenes y bellos, hombres que desaparecían del foco cuando empezaban a cumplir años (y Jesús Vázquez no cuenta, porque dejó de cumplir años en un lugar indeterminado en trono a los 40). No había sitio para abuelitos entrañables que paseaban de la mano por el pueblo. Apenas había sitio para nadie.

La primera vez que salí de fiesta por Chueca lo hice acompañado de un par de amigas. Me lancé al abismo de la vida con una pequeña red. Tenía el corazón a mil, buscaba encajar desesperadamente y a la vez convencerme (convencerlas) de que yo era distinto a todos ellos, como las dos caras de un mismo imán que tiraban de mí en direcciones opuestas. Entramos en el primer garito que vimos. Era el Black and White, un lugar famoso, lo sabría después, por los espectáculos drags y el público variopinto. A la media hora, mojigatos, salimos de ahí espantados.

Aquello tan escandaloso que habíamos visto eran señores de sesenta años tomándose un gin tonic y ligando. El público intergeneracional de una discoteca de ambiente compartiendo espacios. Pero en mi mente aquello me pareció asqueroso. Creo que usé esa palabra. Asqueroso. Yo tenía 17 años y la vejez me parecía extraña y lejana. Solo había una forma respetable de hacerse mayor y era aquella que representaba a la perfección mi abuela, viuda y madre de cinco hijos, dedicada en exclusiva a la familia. Me resultaba imposible imaginarme a la abuela bebiendo en un pub, rodeada de drag queens y dando billetes de 20 euros a los strippers de una forma totalmente diferente a cómo lo hacía el público allí congregado. “Y que no se entere tu madre, bonito”, diría.

Creo que mi reacción nació de cierta homofobia interiorizada. También del edadismo. Pero no solo. En el fondo, lo que tenía era un miedo sordo a la soledad. Al paso del tiempo y sus temblores. Aquellos eran los primeros homosexuales mayores que había visto en mi vida, y me vi automáticamente reflejado en ellos. Mi futuro estaba ahí, en ese bar, y el de mis amigas, no. Y no me gustaba la idea.

He crecido lo suficiente para saber que la promiscuidad, la fiesta o la soledad elegida son opciones no solo válidas, sino bien divertidas a cualquier edad. Que no hay una forma correcta de hacerse mayor, y mucho menos siendo LGTBIQ, pues no tenemos referentes y no todos encajamos en la heteronorma. Pero también, he crecido (he envejecido) lo suficiente para saber que puede haber algo más. La historia de Paco y Juan Carlos fue una forma de confirmarlo.

Las tasas de depresión y ansiedad de los mayores LGTBIQ triplican los datos de la población general. Hasta un 39% ha tenido pensamientos suicidas. Y la soledad se impone al pasar los años, siendo el sexo y la fiesta una especie de tirita emocional que no siempre cubre la herida. ¿Cómo es una vejez queer? ¿Qué pasa con los homosexuales cuando dejamos de encajar en el canon? ¿Cómo se vive en el mundo rural? Historias como las de Paco y Juan Carlos, asociaciones como la Fundación 26 de diciembre, están empezando a dar respuesta a muchas de estas preguntas. A algunos miembros del colectivo nos robaron nuestra adolescencia y esa ya no hay forma de recuperarla. Pero al menos estamos a tiempo de proyectarnos en una bonita vejez.

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