Ropa tendida

Hay cosas que todo el mundo sabe en Madrid y que nadie dice en alto hasta que todo el mundo empieza a decirlas

Ropa tendida en un edificio de viviendas de una colonia de Madrid.David Expósito

Yo tardé casi un día en enterarme de la caída de Íñigo Errejón porque la tarde en que todo voló por los aires estaba en un acto literario en una bodega sin cobertura y después, de fiesta en un garito donde siempre es de noche.

Me llevaron allí unos jóvenes marchosos tras la presentación de ...

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Yo tardé casi un día en enterarme de la caída de Íñigo Errejón porque la tarde en que todo voló por los aires estaba en un acto literario en una bodega sin cobertura y después, de fiesta en un garito donde siempre es de noche.

Me llevaron allí unos jóvenes marchosos tras la presentación de la nueva novela de Oscar García Sierra, titulada Ropa tendida. Esta expresión “tener ropa tendida” se usa en ciertos círculos para avisar al que acaba de ir a un baño a meterse un tiro de que aún le quedan restos blancos de droguita en las fosas nasales y, por lo tanto, si no lo remedia, todo el mundo se dará cuenta de que ha consumido una sustancia ilegal. La novela es una obra prodigiosa que retrata sin caer en clichés ni en moralismos el vacío existencial que se genera en los lugares donde a cambio del desmonte de las estructuras que durante mucho tiempo han dado sentido a la vida de las personas, el Estado no ofrece nada y en los que algunos se acaban metiendo en política solo para encontrar algo a lo que agarrarse. El relato está ambientado en León, provincia en la que tanto el autor como servidora nacimos, pero lo que ahí pasa podría acontecer en cualquier lugar con otras variables. En esta historia los protagonistas se drogan como monas y les pasan cosas horribles aunque la relación entre ambos conjuntos no es constante. Ropa tendida es a este respecto la antítesis de otra novela muy drogota: la adictiva (nunca mejor dicho) Ciudad de los vivos, en la que el periodista Nicola Gioia reconstruye unos hechos reales. La orgía sangrienta que conmocionó a Italia y en la que Manuel Foffo y Marco Prato, dos jóvenes de “buena familia” (¿qué es una buena familia? ¿Existe una familia buena?), torturaron durante horas hasta matar a martillazos a Luca Varani, un chico humilde de “la periferia” (¿los barrios de rentas altas que están afuera de las ciudades no son periferia? ¿León es periferia?). Recuerdo que el verano que leí esta aclamada obra me chirriaron dos cosas. La primera, que el planteamiento y punto de vista desde el que estaba contada la historia despedía un sutil tufillo a homofobia juzgona. La segunda cosa que el consumo de unas cantidades de cocaína absolutamente demenciales se presentaba de tal forma que al lector le resulta muy difícil no acabar deduciendo una clara relación causa efecto entre colocarse como un mandril y acabar cometiendo una carnicería gore.

Gioia, según le contó él mismo al corresponsal de este periódico, Daniel Verdú, escribió Ciudad de los vivos porque nadie había conseguido entender el móvil de aquellos jóvenes asesinos, quienes jamás dieron explicaciones que justificaran debidamente lo que hicieron. Uno de los chicos incluso pidió que le condenaran a cadena perpetua porque no recordaba nada de lo que había hecho y no sabía cómo había sido capaz de hacerlo, aunque tampoco estaba muy seguro de no ser capaz de repetirlo. Nadie encontraba explicaciones más allá de lo que sin mucho más aditamentos parecía obvio: los dos chicos que asesinaron eran, simple y llanamente, asesinos. ¿A lo mejor es que esa era la única explicación?

En la misma entrevista de Verdú, Gioia dice una frase sobre Roma, el escenario de aquellos horrores, que de pronto me pareció extensible a Madrid, una ciudad en la que, de La Cañada Real hasta el Congreso de los Diputados, se viven diariamente mil horrores pequeños: “No es una ciudad despiadada, pero es un pantano en el que te puedes hundir lentamente. Y sí, hay también un cierto cinismo. Parece que nada valga la pena. Es la ciudad eterna, pero muy consciente de que todo pasa y es transitorio”. Madrid no es la ciudad eterna, pero sí lo es del eterno retorno. Pasan las décadas, cambian las generaciones y los gobiernos, mutan las luchas y, sin embargo, la estructura de las tragedias se repite bajo apariencias muy distintas en la forma pero en el fondo muy parecidas. Unes por otres, pero aquí siempre hay ropa sucia. A veces se avisa al que la tiene tendida a la vista de todos para que se corte y otras, cuando ya no queda otra, se le deja caer.

No sé si es muy precipitado llamar asesino a alguien que asesina, drogadicto a alguien que se droga, político a alguien que hace política, extorsionador a alguien que extorsiona o abusón a uno que abusa, pero ser una de estas cosas no implica necesariamente ninguna de las demás, aunque se pueda ser varias a la vez. Y me acaba de venir a la mente una frase que leí ayer en alguna red social: “Los hombres que estudian filosofía son increíbles porque buscan el significado y la verdad en todo, menos en sus acciones”.


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