Supermercados: algo más que sexo silvestre

Aunque este verano la risa fue lo de ligar en Mercadona portando una piña al atardecer, estos establecimientos nos dicen mucho más sobre las derivas de la sociedad y la vida contemporánea

Un supermercado en Madrid, en noviembre de 2023.JUAN BARBOSA

Una mañana de diciembre de 2015 me asomé al balcón y vi cómo un currante, subido a una escalera, colocaba el cartel de “24 horas abierto” en la fachada del Carrefour de Lavapiés. Avisé a Liliana para que saliera a hacer una foto, y salió, y la hizo. Es como la imagen de la bandera de Iwo Jima, la de Neil Armstrong en la superficie lunar o la del Ejército Rojo tomando el Berlín nazi: personas colocando símbolos que significan un antes y después en la Historia. A ver si luego la encuentro y la ...

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Una mañana de diciembre de 2015 me asomé al balcón y vi cómo un currante, subido a una escalera, colocaba el cartel de “24 horas abierto” en la fachada del Carrefour de Lavapiés. Avisé a Liliana para que saliera a hacer una foto, y salió, y la hizo. Es como la imagen de la bandera de Iwo Jima, la de Neil Armstrong en la superficie lunar o la del Ejército Rojo tomando el Berlín nazi: personas colocando símbolos que significan un antes y después en la Historia. A ver si luego la encuentro y la pongo aquí abajo.

Los supermercados dicen cosas de la sociedad que los alberga: que el Carrefour, de pronto, abriese las 24 horas decía cosas sobre nuestros horarios, nuestra forma de vida, nuestras expectativas de consumo. En aquellas noches llegaba a casa a horas intempestivas y comprobaba que el Carrefour, sí, estaba abierto a las cuatro de la mañana. Había reponedores reponiendo, ciudadanos comprando verduras en el único hueco disponible y borrachos en pos de una pizza cuatro quesos de Casa Tarradellas en la que luego volcar dos latas de atún. A veces, ese era yo.

Este verano la risa ha sido lo de ligar en el Mercadona portando una piña al atardecer. Me recordó a eso de que en EE UU faltan espacios de socialización y hay que rebuscar el amor en los pasillos del supermercado, entre cajas de detergente y pechugas de pollo. Recordé Bowling alone (algo así como Solo en la bolera), el libro del sociólogo Robert Putnam, de hermoso título, que hablaba del creciente individualismo: cada vez más gente iba sola a jugar a los bolos (y, me imagino, a ligar en el súper). Daba ternura. Recordé también Lost in the supermarket (Perdido en el supermercado), la canción de los Clash en la que Mick Jones canta a la alienación de la vida moderna, encarnada en esas compras que ya no le otorgan satisfacción ni sentido.

Un trabajador coloca el cartel de '24 h abierto' en el Carrefour de Lavapiés, en diciembre de 2015.Liliana Peligro

En el Carrefour de Lavapiés, pequeño teatro del mundo, yo he visto muchas cosas. Lo primero, el cambio en la demografía: donde antes compraban vecinos tradicionales y migrantes, ahora compran migrantes y modernos pelicoloridos y turistas, más turistas, muchos turistas (se les diferencia perfectamente por el contenido de la cesta). Es un reflejo de los procesos de urbanalización, gentrificación y turistificación rampantes. También son notorias las mutaciones en el interiorismo: a principios de siglo este súper parecía un cuarto de baño gigante, con azulejos blancos por doquier, luz fluorescente, frialdad soviética. Ahora se persigue un diseño acogedor, colores oscuros, una iluminación más tenue e indirecta que acaricia a la compraventa, como manda el canon contemporáneo.

La creciente preocupación por la alimentación, los alérgenos, las intolerancias, los ultraprocesados, la trazabilidad, etc, se explicita en la amplia sección de productos ecológicos y en la forma en la que los ciudadanos escudriñan los ingredientes, desconfiados de las triquiñuelas de la industria alimentaria; algunos hasta concernidos por la semiesclavitud de los invernaderos o el bienestar de las gallinas ponedoras. El fetichismo de la mercancía, que dijo Marx, nos va dejando de obnubilar.

De la sofisticación e internacionalización del comer da cuenta la barra de sushi; de la prisa contemporánea, el mostrador de comida preparada. Un verano, hace años, conviví con unas estudiantes de Literatura procedentes de Argelia que venían a la Complu: acostumbradas a los mercados tradicionales, les provocaba repulsa tanto plástico y cartón. “¿Dónde está la comida?”, se preguntaban. Y con razón, porque la comida se envolvía en abundantes capas de (lo que, en un plis, será) basura. Eso no ha cambiado.

Una persona hace la compra en la tienda Dia de Núñez de Balboa, a 3 de octubre de 2023, en Madrid.Fernando Sánchez (Europa Press)

El aluvión tecnológico salta a la vista, porque buena parte de las cajas se han convertido en máquinas de autocobro. En ellas, Carrefour te hace trabajar pero no te descuenta nada por ese trabajo. Casi nunca las uso, pero cuando lo hago siento que “emosido engañado” y que pronto seremos sojuzgados por robots posthumanos. Lo más distópico es esa currante que tienen explicando cómo usar unos ingenios que, andando el tiempo, destruirán su puesto de trabajo.

En los mercados de abastos, por supuesto, también se avistan cosas. Ahí es donde realmente hay que comprar, aunque, ay, yo tampoco voy tanto como me gustaría, que no me da la vida. Una vez la directora de uno me contó que le costaba encontrar recambio generacional para las fruterías y las pescaderías: “¡Los jóvenes solo quieren poner puestos de sal del Himalaya!”. En los gastromercados se mezcla el hambre con el consumo libidinal: las cosas del comer con las cosas del molar.

Muchos mercados, pues, devienen gastromercados, y algunos, como el de San Miguel, son completamente colonizados por el turismo. Otros mercados de toda la vida van como un pepino, como el de Santa María de la Cabeza, en Madrid, o el de El Fontán, en mi Oviedo natal, que el alcalde Alfredo Canteli, adicto al turismo, quiere gastroestropear, aun estando lleno de vida y carácter. Como si no hubiera suficientes bares en el Oviedo Antiguo. Por el momento los juiciosos comerciantes le han parado los pies y han mantenido las esencias tradicionales del lugar. Es curioso: para conservar la ciudad hay que pelearse a menudo con los conservadores.

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