La costumbre
En una ciudad grande como Madrid, las posibilidades son tantas que acabamos limitándolas. Primero, por comodidad, después, por rutina
La costumbre es como uno de esos caminos que se hacen al andar. A fuerza de pisar la hierba una y otra vez esta se aplasta y va formando un sendero rodeado de alta e impenetrable maleza. Con el tiempo, el sendero se hace camino y así, donde antes había un prado virgen que uno podía recorrer a su antojo, de repente, parece imposible tomar un rumbo que no sea el de las propias huellas. Leí esta idea en el precioso libro de cuentos Los árboles caídos también son bosque, de Alejandra Kamilla, mientras estaba de vacaciones. Al volver a Madrid y retomar la costumbre, justo allí donde la había dejado, no pude parar de darle vueltas.
Los caminos de tierra se me hicieron más evidentes, la alta hierba oreando en sus márgenes, invitando a la improvisación. Cogía el metro y se sucedían las paradas con nombres de barrios que sólo conozco desde las entrañas. A los márgenes de la M30 se alzaban enormes extensiones de edificios, lugares que solo veré de paso, en la periferia de mi camino vital. En una ciudad grande como Madrid las posibilidades son tantas que acabamos limitándolas de forma geográfica, primero por comodidad, después por costumbre. Reducimos nuestro mundo a un par de barrios, a una sucesión de puntos en un mapa. Somos los lugares que elegimos, y aquellos a los que tenemos que renunciar.
Tengo una amiga del norte de Madrid que no vio el Manzanares hasta los 20 años. Al hacerlo se quedó ligeramente sorprendida, como quien descubre a sus padres teniendo sexo o ve a la abuela borracha en una boda. Sabía que el río existía, pero en el pequeño Madrid de su cabeza, su existencia era casi inconcebible. Su caso no es tan extraño. Hay quien se crea una rutina en la periferia piscinera y su vida transcurre entre la urbanización, el atasco y el Corte Inglés. Hay quien vive en una burbuja de privilegio y cree que no hay pobreza en esta ciudad. Quien es de barrio como quien se dice de pueblo, con cierto orgullo en haber delimitado el escenario de su vida. Tengo otro amigo (vale, el amigo soy yo) que nunca ha salido de cañas por Ponzano y lee con distancia extranjera todas las noticias sobre esta famosa zona de marcha. Supongo que a los asiduos al #Ponzaning les resultará igual de lejano mi familiar Lavapiés. Los caminos de nuestras rutinas no se cruzan y vivimos en dos ciudades diferentes, casi opuestas.
Cuando eres joven la rutina no es tan evidente. Cambias de piso, de trabajo o de amigos con una alegría despreocupada. Las parejas son esporádicas y la noche es eterna. La vida parece que vaya a ser nueva para siempre. A ciertas edades es divertido corretear campo a través, adentrarse en praderas inexploradas. Pero llega un momento en el que, de forma casi imperceptible, se empieza a formar un camino vital del que es difícil apartarse. La rutina que forja una vida.
Eliges un barrio y después un bar, un gimnasio, un juzgado para casarte y un colegio para los niños. Formas un grupo de amigos, un limitado círculo social entre el que dar vueltas. Consigues un trabajo estable y construyes tu costumbre a su alrededor. Encajas tu ocio en los huecos libres, como si la vida fuera un Excel y hubiera que rellenar todas las casillas. Te apuntas a crossfit los martes y a pintura los jueves. Ves La casa del dragón los lunes y Master chef los miércoles. Y eso te da cierta seguridad, una estúpida paz catódica.
Buscas un bar donde pedir lo de siempre. Un restaurante favorito. Una panadería donde te saluden por tu nombre. Al final, tu vida discurre tan monótona y encauzada que parece avanzar sobre raíles. Y eso está bien. Igual pienso todo esto porque mi rutina está recién estrenada. Porque acabo de volver del alegre caos de las vacaciones y todo lo que antes me resultaba tedioso y alienante ahora me parece vagamente familiar. Reconfortante. El verano ofrece una pausa, un atajo para escapar de ese camino muchas veces transitado y adentrarse en el frondoso campo. Ensayar nuevas vidas, improvisar nuevas rutinas en otros lugares donde nadie sabe quién eres. Cambiar de ciudad para cambiar un poco tú mismo. Pero es al retomar la antigua vida en pause cuando te das cuenta de haber elegido el camino correcto. O no. Cuando piensas en el metro, viendo pasar los nombres de barrios que nunca conocerás, que también es bonito hacerse un camino al andar.
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