140 pacientes para 86 camas en las urgencias de La Paz en hora punta: “O me dan el parte médico de una vez o me lío a tiros”
EL PAÍS pasa una tarde en las salas desbordadas del hospital madrileño, donde los enfermos son aparcados en los pasillos y los familiares pierden los nervios
Estrella, una madrileña de 84 años, ha enfermado en mal momento. Este miércoles se sentía mareada y vomitó, así que su esposo la acompañó a las urgencias del Hospital La Paz. Llegaron a las 14.30, una de las peores horas de uno de los peores días para ingresar por las puertas corredizas que dan al Paseo de la Castellana. Su marido contempló cómo conducían a Estrella a una de las salas de agudos, un lugar donde el acceso de los acompañantes es restringido durante los picos de ocupación. Este era uno de esos momentos de s...
Estrella, una madrileña de 84 años, ha enfermado en mal momento. Este miércoles se sentía mareada y vomitó, así que su esposo la acompañó a las urgencias del Hospital La Paz. Llegaron a las 14.30, una de las peores horas de uno de los peores días para ingresar por las puertas corredizas que dan al Paseo de la Castellana. Su marido contempló cómo conducían a Estrella a una de las salas de agudos, un lugar donde el acceso de los acompañantes es restringido durante los picos de ocupación. Este era uno de esos momentos de saturación. La perdió de vista y se quedó en la sala de espera, aguardando a que llamaran su nombre.
A las 15.00, las seis habitaciones colectivas donde caben 86 camas rebosan con 140 pacientes. Enfermos ancianos yacen con la boca abierta en camas supletorias que ocupan los pasillos; otros pacientes han sido sentados en sillones azules y respiran ayudados de una mascarilla conectada a una bombona de oxígeno. Dos enfermos llevan esperando a que los suban a planta desde Nochevieja.
Por megafonía suena la voz de un hombre con tono enfadado que pide a los familiares que salgan. El motivo de la evacuación es que los sanitarios necesitan espacio para trabajar. “¡Pedimos a los acompañantes que desalojen las salas de observación y pasillos. Regresen a la sala de espera!”.
Este miércoles ha pasado algo extraordinario: los celadores se han quedado sin “muebles”. En la jerga del personal de urgencias, los muebles son las camas y sillones extra para acomodar a nuevos enfermos. Lo peor es que va a ser difícil liberar huecos porque dependen de las altas en planta, que se suelen dar durante las mañanas, cuando trabaja más personal. En teoría, un paciente no debería pasar más de 24 horas en urgencias, pero a veces esperan dos o tres días.
En urgencias los enfermos no tienen intimidad y deben compartir un baño con decenas de personas. Las camas supletorias y sillones no disponen de tomas de luz y de oxígeno.
Algunos sanitarios aquí recalcan con énfasis que la causa de este colapso no es la epidemia de gripe, sino la falta de previsión de sus jefes, que invierno tras invierno les decepcionan por su respuesta a la avalancha de contagios. Como explica un enfermero, si tienes goteras, no puedes culpar a la lluvia.
El calor es tan sofocante que los trabajadores han abierto algunas ventanas; el ruido alcanza los 88 decibelios, según muestra un enfermero en su móvil: “Este es un nivel más alto que el de una estación de autobús”. Suena el bip, bip, bip de monitores cardíacos, las llamadas a pacientes por megafonía y los gritos de sanitarios que tratan de localizar a los enfermos.
―¿Dónde está José Ramón?
―!Aquí, en el pasillo!
Las urgencias disponen de seis salas de agudos. La más grande es la tercera, que cuenta con 32 camas, pero a las 17.00 alberga 49 pacientes. Una mujer mayor se incorpora con la ayuda de dos sanitarios y deja ver al resto de la sala sus espaldas desnudas, solo cubiertas por un pañal.
En otra punta de la sala, un ex guardia civil de 68 años acompaña a su hija, que padece una enfermedad mental, y asegura que la “intentó violar” un familiar en Nochevieja. El padre exige a una joven enfermera que le dé el parte médico para poner la denuncia.
―O me lo dan de una vez o me lío aquí a tiros.
―No, hombre, no se líe a tiros aquí, le responde ella serena.
―No, no, contigo, no.
Los sanitarios piden al hombre que se retire a la sala de espera, pero él explica que no puede dejar sola a su “niña”, que aguarda callada sobre un sillón, vestida con un forro polar de estrellas blancas y una riñonera rosa. “Me han echado antes, pero mi niña está nerviosa y me pide ‘papá por favor no te vayas’ y yo la tengo que consolar”, dice el padre, con pelo canoso alborotado y cejas pobladas. “A mi niña le han metido la mano en sus partes y el individuo no está detenido. Yo lo fusilaba”.
El hombre se resiste a irse y los sanitarios acaban ignorándole. Aquí no hay policía que ponga orden. Tan solo un par de guardias de seguridad que intervienen cuando las cosas salen de quicio. La amenaza del ex guardia civil de abrir fuego es, aparentemente, un incidente menor que no hace necesaria la llamada de auxilio. La sanitaria afectada narra minutos después lo sucedido como si nada. Cosas peores ha visto en su año de trabajo aquí, dice: “Estoy segura de que el número de agresiones en este servicio multiplica cualquier otro servicio de planta. Estamos muy desamparados, pero los familiares reclaman con todo su derecho una atención que no puedes darles”.
A veces tienen que lidiar con pacientes con problemas mentales que se ponen violentos. En otra sala, una mujer mayor se levanta de su cama y se pierde de vista. Los sanitarios la encuentran poco después, encerrada en un despacho.
Más de 600 personas pasan el miércoles por las urgencias de La Paz. La gran mayoría son enfermos leves que aguardan en la sala de espera a ser llamados a una consulta y luego se marchan a casa. A los pacientes los atiende un equipo de triaje que califica la gravedad del caso según una escala de color (azul, verde, amarillo, naranja y rojo). Son estos tres últimos colores los que pasan a las salas que se saturan.
Organizar el “caos”
Las asociaciones de sanitarios culpan del colapso a la mala planificación y la falta de voluntad para poner soluciones. Señalan problemas generales, como la falta general de médicos o el deterioro de las urgencias de barrio, donde a menudo solo atienden enfermeros que derivan a los enfermos más serios al hospital. El sindicato médico mayoritario en Madrid, Amyts, dice que el colapso de las urgencias no es exclusivo de La Paz, pero entienden que su imagen icónica del gran hospital de referencia para la sanidad española le haga merecedor de todos los focos. Un portavoz, Daniel Bernabéu, lamenta que llevan cuatro años esperando la remodelación completa de este viejo centro de 1964.
Otro grupo sanitario, Trabajadores en Red, cita como causas la reducción de 72 camas de hospitalización en La Paz a lo largo de 10 años o la mala gestión, que ha llevado este invierno a un refuerzo de personal del 4% para un aumento del 20% en la afluencia.
La Consejería de Sanidad responde que la situación en La Paz es la habitual en los inicios de la epidemia de gripe estacional a la que se añaden otros virus respiratorios. Un portavoz indica que la dirección del hospital ha abierto 44 camas en plantas de hospitalización y otras 10 camas en el propio servicio de urgencias. Además, añade, La Paz cuenta con la posibilidad de traslados a los centros Carlos III y Cantoblanco, pertenecientes al complejo del hospital, y también ha aumentado el número de pacientes atendidos por la Unidad de Hospitalización a Domicilio.
Sin embargo, conversaciones con una decena de empleados revelan el descontento con la gerencia. “Lo único que nos queda es organizar este caos”, dice uno, que como el resto ha pedido anonimato para evitar represalias. “El mayor problema es que ya sabíamos que esto iba a pasar desde hace 15 días, pero hasta que esto no está que revienta y se salen los pacientes por las puertas no se toman medidas”.
El estrés que soportan también daña su salud. Dicen que algunos abusan de los ansiolíticos y están deseando ser trasladados a otros servicios del hospital. Muchos son jóvenes interinos: “En cuanto puedes, huyes”, dice uno.
A pesar de todo, atienden a los pacientes con respeto y cariño. “¿Se quiere ir? ¡Cuando se ponga buena! Vamos a ponernos esta mascarilla para respirar mejor, ¿vale?”.
A las 19.00, el marido de Estrella se cuela por los pasillos de la zona restringida y trata de entrar en la sala donde se encuentra su mujer. Lleva sin verla desde que entraron a urgencias a las 14.30. Una celadora le descubre: “Está cerrada, corazón. Tiene que esperar en la sala de espera”. La trabajadora se marcha para continuar su trabajo y él se resiste a obedecer. Quiere ver a su esposa como sea.
A su lado pasa un hombre que acaba de perder a su madre y hace al teléfono las gestiones para el funeral. “Ahora resulta que no hay sitio en el tanatorio de la M-30, que es el que nos pilla bien”, le dice a un sanitario que le pregunta cómo se encuentra.
El trabajador se dirige al marido de Estrella, que se ha quedado muy quieto esperando a que nadie mire para colarse en la sala uno.
―No se puede pasar, caballero. Le llamarán por megafonía. Cuando se pueda pasar dirán ‘los familiares de la sala uno ya pueden pasar’, pero vamos, no sé yo si lo dirán en algún momento.
―¿Y eso?
―Pues porque ya le he explicado que está la sala colapsada. Si dejamos entrar a un familiar por paciente no se puede trabajar.
―Es que no tengo ni idea de cómo está. Yo lo que quiero es que haga usted una gracia y se haga el ciego.
―¿Qué?
―Que se haga usted el ciego.
―No puedo. Si usted entra, la bronca es pa’ mi.
El marido de Estrella se rinde. “Madre mía”, dice al regresar cabizbajo a la sala de espera, que es un hervidero de enfermos tosiendo con caras de haber pasado unas fiestas arruinadas por la enfermedad.
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