Cuatro Vientos al paso ligero
Los muros blancos y las casas de estilo regionalista de la colonia militar acogen un muestrario de patios, jardines y huertos
A sus 70 años, Francisco Ramos es una caja de sorpresas. Lo mismo relata la historia de la colonia militar Cuatro Vientos, que enseña con orgullo el huerto urbano que ha montado a metro y medio de la A5, que saca de una cartera una foto saludando a la Reina Sofía, que explica el método CER ―Captura, Esterilización y Retorno― para gestionar la población de gatos callejer...
A sus 70 años, Francisco Ramos es una caja de sorpresas. Lo mismo relata la historia de la colonia militar Cuatro Vientos, que enseña con orgullo el huerto urbano que ha montado a metro y medio de la A5, que saca de una cartera una foto saludando a la Reina Sofía, que explica el método CER ―Captura, Esterilización y Retorno― para gestionar la población de gatos callejeros, que ofrece un contacto de altura en el Vaticano o que muestra una instantánea dándole la mano a Hugo Chávez.
Francisco, nacido en Lorquí (Murcia), lleva 50 años residiendo en uno de los 95 pabellones ―así los llamaban en el origen― de la colonia. Es el presidente de la asociación de vecinos. Habla con aplomo, conserva las dotes de mando de comandante de Infantería y todo el mundo lo conoce en el barrio.
―Un café americano muy largo con hielo―, pide sentado en la terraza de un bar.
―Con sacarina, ¿no, Paco?―, le contesta el camarero.
Empieza la entrevista.
―¿Tú eras militar, no?
―Soy militar. Uno nunca deja de serlo.
Paco llegó con 20 años a la colonia. “El sistema era muy sencillo: te apuntabas a una lista, tenías que demostrar que estabas casado y, cuando te tocaba, te asignaban un pabellón. No podías elegir. Cuando se iba una persona, entraba otra. Y si lo rechazabas, te ponían otra vez el último en la lista”, explica. Era la Junta de Pabellones la que asignaba las viviendas, destinadas a militares que trabajaban en los cuarteles del entorno.
Aunque el proyecto original incluía únicamente 80 viviendas, la colonia ocupa 53.000 metros cuadrados en el distrito de Latina. Las casas ―de una, dos y hasta tres plantas― son en su mayoría de un único piso, con 72 metros cuadrados de vivienda y algo más de 400 metros cuadrados de terreno. Con jardín delantero y patio trasero. Diseñada por un ingeniero militar y construida entre 1950 y 1955, la colonia albergaba hasta ocho tipos diferentes de construcción, en función del rango de sus habitantes. Todas las viviendas, con muros blancos, se diseñaron con un estilo regionalista sencillo, que incluía tejados a dos y cuatro aguas, arcos de medio punto e, incluso, algún torreón.
“En realidad aquí no veías dos casas iguales, se habían construido de aquella manera. Porque no se habían hecho para vivir. No tenían cimientos, ni cámara de aire… ponías la mano en la pared y te daba corriente. Cuando llegué, tuve que poner hasta la taza del váter. Los inviernos aquí eran muy duros. Todavía hoy, cuando llueve varios días seguidos, se abren grietas en los muros”, dice.
Y entonces enlaza con uno de los problemas que, a su juicio, tiene actualmente la colonia. “Entiendo que estemos protegidos por el carácter histórico de la colonia, pero ¿qué tenemos que ver nosotros con El Viso, por ejemplo? Es urgente que se adapten las leyes a las circunstancias de vida actuales, que se haga un plan especial para las colonias militares. Gracias al esfuerzo de los vecinos, hemos conseguido que las casas no se caigan. Pero eso no es suficiente”. En 2011, el Instituto de Vivienda, Infraestructura y Equipamiento de Defensa (Invied) vendió las viviendas a aquellos vecinos que estaban interesados en adquirirlas. “En realidad, nos vendieron una chabola”, dice.
Caminando por la colonia ―a un ritmo cercano al paso ligero―, Paco rememora los tiempos en los que tuvo conejos, pavos reales, un cordero, un cabrito, gallinas o pollos. Cuando todo era gente joven, en activo, y aquí apenas había nada al margen de chalets. “Los domingos íbamos a misa y después al via crucis, a comulgar en los cuatro bares que había”, recuerda con sorna. “Las familias se quedaban solas y había una patrulla militar que vigilaba mientras nosotros estábamos fuera. Había mucha unión”. Hoy, explica, “muchos de los vecinos son o gente jubilada o viudas”.
Está casado, con tres hijos y cuatro nietos que vienen de visita todos los fines de semana. “Se van con la barriga llena, la compra hecha y el tupper para toda la semana. A los nietos les encanta. En realidad es un chalet a las afueras de Madrid, aunque la casa sigue sin cimientos, sin cámara de aire, con humedades… “.
Avanzando por las calles sin nombre ―la orientación se sigue por los números de las viviendas―, aparece por encima de uno de los muros la figura de Maxi Morales. Tiene 67 años y es hijo del que fuera guarda de la colonia. Su familia llegó desde Guadalajara en 1966. Vivía junto a sus padres, dos hermanos y un tío. “A veces lo pienso, que cómo nos arreglaríamos para vivir seis personas aquí”, dice sin soltar la manguera. El patrio trasero de Maxi es un vergel. Hay un peral, un olivo, un membrillo… La pared exterior tiene dos apoyos extra que sobresalen la pared. “Es que si no apoyabas…”, dice Maxi al tiempo que ladea la cabeza.
―”¡Cambia la goma, Maxi, cambia la goma!”―, irrumpe el comandante. “Luego te traigo las calabazas”, añade.
De vuelta al paso ligero, Paco señala la diferencia entre los terrenos que gestiona la colonia y los que dependen del Ayuntamiento de Madrid. De las juntas de la acera pública emergen plantas ―incluso cardos― y el tono amarillo del césped contrasta con el verde que crece a menos de un metro. También se puede ver la diferencia entre las casas privadas y las que aún son propiedad del Invied: estas últimas mantienen el cierre con alambre de espino proveniente de las trincheras de la Guerra Civil y una suerte de macetas hechas con los restos de tejas del tejado. Hay alguna casa que tiene un poste de Telefónica dentro de su patio delantero.
En la calle más cercana a la A5 ―14 pasos entre el muro de las casas y el arcén― el sonido de los pájaros se transforma en ruido de coches. Aquí, en una pequeña ladera que finaliza en la carretera, ha instalado Paco un huerto urbano que ocupa gran parte de sus pensamientos. Su amigo Francisco Navarro, consultor jubilado de 84 años, le ayuda a cuidarlo.
“Este es mi huerto”, dice el comandante, “de aquí para allá, mira, berenjenas, tomates, pimientos, cebolla, calabacines, una col…”, e invita a pasar a su jardín delantero. “Mira estos pimientos, es que da pena cogerlos. Tengo fresas, un naranjo, un limonero, un albaricoquero, un granado, un almendro, un ciruelo, ahora hemos sacado ajos…”, enumera mientras Canelo, su perro, recorre el terreno de un lado a otro.
―¿Has visto qué huerto tan hermoso?―, pregunta antes de decirle al otro Paco que si toman un café. Son las ocho de la tarde.
―Vale, pero yo sin cafeína―, dice Paco, el ayudante.
Y allá se van los dos. Hablando de los frutos que da el huerto que crece a orillas de la A-5.
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