Qué triste es trabajar

La humanidad legañosa se embute cada mañana en el metro, adormilada, camino del curro

Aglomeraciones en hora punta en el metro de Madrid, el pasado 14 de enero.Olmo Calvo

Ay, qué triste es trabajar. Se comprueba muy pronto por la mañana, cuando apenas está amaneciendo, y miles de trabajadores dormitan en los vagones de metro: la España que madruga. Qué triste es el metro a las 8.15, en plena cuesta de enero, cómo se embute la humanidad legañosa en los trenes, cual ganado somnoliento, hasta su puesto de trabajo, las macrogranjas de personas. El lunes fue Blue Monday, el día más triste del año.

Un hombre con los ojos cerrados evita a duras penas q...

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Ay, qué triste es trabajar. Se comprueba muy pronto por la mañana, cuando apenas está amaneciendo, y miles de trabajadores dormitan en los vagones de metro: la España que madruga. Qué triste es el metro a las 8.15, en plena cuesta de enero, cómo se embute la humanidad legañosa en los trenes, cual ganado somnoliento, hasta su puesto de trabajo, las macrogranjas de personas. El lunes fue Blue Monday, el día más triste del año.

Un hombre con los ojos cerrados evita a duras penas que la cabeza se le caiga al suelo, una mujer la consigue apoyar contra una barra, a otra se le cae un moco líquido que escapó de la noche. El estudiante repasa las ecuaciones de Navier-Stokes de la mecánica de fluidos y algunos ya leen la prensa en sus smartphones: alguien está leyendo ya esta misma columna. El dependiente de la boutique trasnacional, la maquilladora del centro comercial, el informático de la consultoría, la deshollinadora, María la de Marketing: todos están aquí, ausentes. Hay un silencio funeral, una desesperanza sólida ante un futuro madrugador y uniforme. Suenan, melancólicas, algunas tripas.

Cada mañana este río de carne y de hueso viaja en metro, sobre todo de sur a norte, y se arrastra como un ejército zombi por los pasillos subterráneos. Esta es la sangre de la ciudad y del sistema. La tristeza (qué triste es trabajar) es directamente proporcional a la alegría que aflora en los corazones al final de la jornada, pero que pronto marchitará: después de un breve descanso será preciso volver a madrugar, tomar el metro, dormitar, aunque solo sean cinco minutos más.

Cuando los situacionistas pintarrajeaban en las paredes de París Ne travaillez jamais, en los años sesenta, y pedían la abolición del trabajo alienado parecían unos ilusos que querían lo imposible, una boutade de snobs revolucionarios (se lo dicen a Errejón cuando propone la jornada laboral de cuatro días). Hoy en día eso es realista: la tecnología ya está preparada para realizar la mayoría de los trabajos, sobre todo los menos cualificados, los menos creativos, los más repetitivos. Lo empezamos a ver en sucursales bancarias, supermercados, vestíbulos.

Pero ¿a quién beneficiará la tecnología? Puede que la gente se vaya al paro y ganen exclusivamente los dueños de las máquinas, o puede que la ciudadanía logre romper la maldición divina de ganarse el pan con el sudor de la frente. “Habrá que deslaboralizar la vida”, me dijo una vez la filósofa Marina Garcés, buscar un hilo vital, una identidad que no sea nuestro curro. Renta básica mediante, los humanos podremos dedicarnos a nuestras labores y no a nuestros trabajos mientras las máquinas se ocupan de todo lo penoso. A ver si es así y el metro, por la mañana, se reserva a aquellos que vienen con los ojos nublados de la noche.

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