José Luis Perales: historia del hombre invisible que se comió el mundo
El conquense se despide de Madrid tras casi medio siglo de singladura libre en el velero de sus canciones
Ojito con Perales, don José Luis. Nunca un ídolo de masas fue tan discreto y sereno, tan alejado de prosodias y parafernalias. Ese talante suyo, siempre mesurado, puede abocarnos al error. Pero con el tiempo lo hemos ido comprendiendo: pocos artistas han dejado tanta huella en la música popular española del último medio siglo. Y ninguno lo ha hecho como él: de puntillas, sin darse importancia. Casi en contra de su propia voluntad.
Ahora que va llegándole el momento de que caiga el telón, asombra el grado de fidelidad cómplice que conservan los peralistas, esa mayoría silenciosa. Son ind...
Ojito con Perales, don José Luis. Nunca un ídolo de masas fue tan discreto y sereno, tan alejado de prosodias y parafernalias. Ese talante suyo, siempre mesurado, puede abocarnos al error. Pero con el tiempo lo hemos ido comprendiendo: pocos artistas han dejado tanta huella en la música popular española del último medio siglo. Y ninguno lo ha hecho como él: de puntillas, sin darse importancia. Casi en contra de su propia voluntad.
Ahora que va llegándole el momento de que caiga el telón, asombra el grado de fidelidad cómplice que conservan los peralistas, esa mayoría silenciosa. Son indetectables a simple vista, no gastan camisetas ni otros artefactos mercadotécnicos, ni siquiera se ajustan siempre al tópico del matrimonio entrado en años. Pero fue decir Perales que abandonaba los escenarios y sobrevino la movilización. El abrazo masivo, aunque sea con unto hidroalcohólico.
En la penúltima cita con su gente del Foro, el martes en el WiZink Center, se congregaron 11.600 fieles. Otros tantos, misma hora y lugar, estaban convocados para el miércoles. El fulgurante tsunami de la sexta ola apenas retrajo en sus casas, según la organización, a un par de centenares. Por delante quedarán ya solo dos fechas en Bilbao, la próxima semana, y una veintena de citas latinoamericanas en la primavera. Y se acabó para siempre el tormento dulce de la tarima.
La gira, Baladas para una despedida, se anunció en noviembre de 2019 con las miradas puestas en el año siguiente, ese para el que el destino nos tenía reservado el más colosal giro de guion de nuestra peripecia colectiva. Quiere ello decir que la inmensa mayoría de estos 23.000 testigos del adiós conservaban sus entradas en el bolsillo desde hace 25 meses. Supera eso, C. Tangana.
Lo más curioso del cantor conquense es su insistencia en sostener que habría preferido la retaguardia. Escribir para otros, figurar lo justo, exhibirse solo de refilón. Sorprende, o casi enternece, que a los 76 años pueda aún sentirse a merced de los desasosiegos del escenario. A juzgar por los trémulos y fuera de compás que sonaron sus primeros versos en Una balada para una bienvenida, la pieza que ha erigido en emblema inaugural, juraríamos que el martes compareció como un flan. Pero el destemple le duró muy poco, apenas una estrofa.
A partir de ahí se impuso ya la figura de ese líder sin más carisma que el de la cotidianeidad. El conquistador que nunca necesitó el don de la fotogenia para propiciar el suspiro. El hombre de la calle que escoge una camisa negra, para llamar aún menos la atención, y se la deja por fuera de los vaqueros. No existen noticias de un tímido que suscite un asenso tan unánime. Y nunca la voz de quien quería que le cantaran otros generó tanta alianza transversal. Las familias que le cantan unidas a Perales discuten por debajo de la media nacional, aunque las encuestas del CIS no lleguen a detectar estas realidades complejas.
Medio siglo pisando el escenario
Han pasado 48 años desde la primera canción, desveló el de Castejón sin atisbo de jactancia; con la mirada afable, algo nostálgica y razonablemente satisfecha de quien puede echar la vista atrás sin ira. Pero produce admiración que aquella página aún tan párvula y poco precoz, a sus 28 años, fuese el imponente monumento de la canción melódica Celos de mi guitarra, de madurez y complejidad impensables para un recién aterrizado. Habló José Luis de tardes y más tardes de soledad en el invernadero, a las afueras del pueblo, buscándole las cosquillas a las musas. Mencionó su primer y unipersonal auditorio, el de aquella madre que advertía, contrariada: “Qué bonitas canciones haces, qué pena que nadie las conozca”. Y compartió el recuerdo de la primera gran gesta, ese pulgar ascendente de Mocedades ante la partitura de Le llamaban loca. De locos sería haberla ignorado.
Nuestras últimas dos horas con José Luis transcurren sin estridencias y entre complicidades, con el pulso reposado de los confidentes. Nuestro hombre es el poeta de los afectos sencillos y pregonados (“El amor es un paseo largo sin hablar”, y que venga Garcilaso a mejorarlo), pero este Perales crepuscular no se abona al conformismo. Por lo pronto, su voz granulada le acentúa el perfil de galán tierno, involuntario. Suena espléndida, la verdad. Pero además se ha rodeado de un septeto versátil, habilidoso y sin fisuras, capaz de redimensionar un repertorio que parecía inamovible.
Quisiera decir tu nombre se vuelve abolerada, Porque te vas se impregna de rebétiko griego y la inyección de vals para Y tú te vas es una filigrana con saxo a lo Clarence Clemons, un piano borracho de swing y la guitarra eléctrica subrayándolo todo con sus contratiempos. Suena tan fresca como para subírsele a las barbas de un Rick Rubin cualquiera. Y que los incrédulos esperen a escucharla antes de condenarnos a sumaria lapidación.
Tuvo incluso arrestos el trovador para afrontar a solas, en mitad del recital, Qué no daría yo. Nada más que voz y guitarra, con un arpegiado tímido, casi minimalista. Con la diestra muy cerca del mástil, para dulcificar el timbre. Deleitándose en el peligro del suspiro sin red. Abordó Frente al espejo e hizo otro tanto de lo mismo: guitarra mínima, voz acogedora y ningún otro músico que le brindara abrigo. Maravilla que estas dos piezas fueran concebidas para Rocío Jurado y Raphael, exponentes máximos de la hipérbole y el énfasis desaforado. Quitarles toda la ropa fue la demostración última de ese genio creativo que casi nunca se advierte en primera instancia.
Sí, sí, ya lo sabemos. En Perales conviven el baladista en estado de gracia y el sentimental a ultranza que, ajeno a las líneas rojas, termina endosándonos un villancico e, irremediablemente, la pavorosa canción infantil Que canten los niños. La bondad, ya se sabe, puede acabar empachando. Pero el sagaz conquense se reserva para los bises ese triunvirato imperial que integran Un velero llamado Libertad, ¿Y cómo es él? y Te quiero, esta última rearmonizada en la mejor tradición trovadoresca. Tras tantos años sometido a la incómoda tiranía de los focos y las pantallas, don José Luis rehabitará en breve ese hombre invisible que siempre anheló, el viejito pendiente del jardín, el huerto y los nietos. Pero sus cerca de 700 canciones seguirán comiéndose el mundo y surcando los siete mares cuando aquí ya no quede ni el apuntador. Una singladura humilde cual velero, pero inequívocamente libre.
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