Recuerdo el momento exacto de mi último ataque de histeria no porque fuera relevante, sino porque fue desencadenado por un hecho absurdo. Era septiembre de 2019 y ese año mi carrera había sido arrasada por un ERE; me habían despedido de otro trabajo (que ni siquiera era un despido sino el fin de un contrato temporal de tres meses que ya sabía que llegaría); había acabado una relación de casi cuatro años; me había tenido que mudar de Barcelona a ca...
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Recuerdo el momento exacto de mi último ataque de histeria no porque fuera relevante, sino porque fue desencadenado por un hecho absurdo. Era septiembre de 2019 y ese año mi carrera había sido arrasada por un ERE; me habían despedido de otro trabajo (que ni siquiera era un despido sino el fin de un contrato temporal de tres meses que ya sabía que llegaría); había acabado una relación de casi cuatro años; me había tenido que mudar de Barcelona a casa de mis padres; había sufrido durante meses las burocracias de la cola del paro y, para colmo, una nueva relación en la que confiaba había llegado a su fin de forma abrupta. Ninguno de esos hechos de gravedad me hicieron derrumbarme. Sin embargo, el día que desempaqueté mi ropa con la intención de colgarla en el armario de mi habitación de la adolescencia, me puse a llorar durante horas porque no había ni una sola percha igual a otra y todas mis camisetas quedaban de cualquier manera, unas sobre perchas de madera, otras sobre perchas de plástico, todas de distinto tamaño, todas desniveladas. Y ese disparate de organización fue el último acto de humillación que mi mente estaba dispuesta a soportar. La constatación final de que mi vida estaba perdiendo el orden y control precario bajo el que había logrado mantenerla desde el día que me gradué en la universidad y había empezado una vida adulta.
A veces resulta que un hecho mínimo, un acontecimiento de bolsillo, es capaz de hacernos perder el equilibrio después de haber estado soportando durante meses, incluso años, traumas y problemas de una gravedad inmensa. Un cierto brillo en una ventana ajena vista desde la calle nos puede arrinconar en un duelo por la muerte reciente de un familiar. Una llamada de alguien que se equivoca puede sumirnos en un letargo doliente por habernos acordado de alguien querido que dejó de llamar. Un olor familiar puede producir temblor en las piernas. Un saludo no contestado en la oficina, la revisión de todo nuestro historial de faltas y agravios. El viento que sopla de una forma concreta, una receta que no nos sale tal y como debería, un correo que no llega, la vida está llena de pequeños errores, trampas y agujeros negros que nos arrojan a la miseria emocional.
La conclusión es siempre la misma: haber llegado al límite de lo que cada uno somos capaces de soportar. El hecho absurdo es la gota que colma el vaso y hace que el agua se desborde. Y el vaso de cada uno tiene muy distintas capacidades y medidas.
Hay una frase viral que leí por primera vez en mi adolescencia y que recurrentemente me vuelve a la mente. Decía que había que ser amable siempre porque no sabíamos la batalla que estaba luchando por dentro el otro. Unos la atribuyen a Platón. Otros a Robin Williams. Y aunque fuera una frase de una taza de Mr. Wonderful, seguiría significando lo mismo. Necesitamos seguir mostrando un poco de humanidad hacia el otro: no sabemos las perchas que guarda en su armario.
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