Cólera en la cola del banco
No podían justificar que mi cuenta era mi cuenta porque no tenían dos apoderados. Había esperado una hora y media para nada.
Era una mañana que no hacía presagiar nada malo, salvo por el hecho de que yo sabía que algo desagradable iba a ocurrir. Tenía que ir al banco. El trámite era una tontería, necesitaba una firma que confirmase que mi cuenta es mi cuenta y que yo era yo y ninguna otra. Y en el banco había personas con el poder de acreditar mi existencia.
Llegué temprano pero ya había cola. De los filtros del aire acondicionado salía aire caliente mezclado con desgana. Los trabajadores preferían no mirar a los clientes, como cuando no miras a los captadores de las oenegés en la calle para que no se te acer...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Era una mañana que no hacía presagiar nada malo, salvo por el hecho de que yo sabía que algo desagradable iba a ocurrir. Tenía que ir al banco. El trámite era una tontería, necesitaba una firma que confirmase que mi cuenta es mi cuenta y que yo era yo y ninguna otra. Y en el banco había personas con el poder de acreditar mi existencia.
Llegué temprano pero ya había cola. De los filtros del aire acondicionado salía aire caliente mezclado con desgana. Los trabajadores preferían no mirar a los clientes, como cuando no miras a los captadores de las oenegés en la calle para que no se te acerquen. A los diez minutos me di cuenta de que estaba en mi banco, pero no era mi banco. Las sillas verde fosforito y los paneles cubiertos con pegatinas delataban que esa oficina fue un Bankia y que ahora era un CaixaBank y que ninguna de las personas que tenía delante en la cola estaban de acuerdo con ello. Yo pregunté inocentemente: “¿Esto es La Caixa?”, usando el nombre antiguo sin darme cuenta.
El hombre de delante contestó que “ahora sí” y entendí que no debí haber hablado porque después me explicó que llevaba siendo cliente 57 años de Bankia y que ahora le hacían “esto”. No definió “esto” pero cuando lo dijo, agitaba en la mano derecha una cartilla de Bankia y luego dijo que se iba a ir a otro banco como había hecho su mujer, porque “todo era una vergüenza”. Otra clienta se sumó al coro de las lamentaciones y dijo que “ya no existen los clientes preferentes”. Ella también tenía una cuenta en Bankia que ahora es CaixaBank y antes era La Caixa. Estaba allí porque no podía acceder a la banca digital.
Entró otro cliente y preguntó quién era el último. Era yo. El hombre de la cartilla comentó que esto parecía la cola de la carnicería y yo pensé que en realidad el capitalismo es un poco eso. En el recién llegado encontró un alma gemela y los dos se pusieron a discutir sobre el devenir del mundo, el club Bilderberg y el descalabro mundial para acabar con la clase media. Yo pensé que ninguno de allí éramos clase media.
Cuando llegó mi turno, la cajera no me miró. No podían justificar que mi cuenta era mi cuenta porque no tenían sellos de CaixaBank. No podían justificar que mi cuenta era mi cuenta, porque no tenían dos apoderados. Había esperado una hora y media para nada. Me dijeron que fuera a otra oficina. Que fuera a la oficina en la que me abrí la cuenta, que me queda a 400 kilómetros.
Yo entendí: “Lárgate ya”. Les dije que llevaba siendo clienta de La Caixa 10 años y me fui indignada con la hoja sin firmar y repitiendo por lo bajo que esto era una vergüenza y una carnicería y que me iba a ir a otro banco. Pero más indignada aún porque quien tiene tu dinero puede insultarte si quiere, sin que tú puedas hacer nada más que soñar con la posibilidad de darle un tortazo a alguien.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter diaria sobre Madrid.