“El bolero es una caricatura exagerada del amor”

Los mexicanos Daniel, Me Estás Matando, treintañeros adictos al melodrama, se especializan en canciones sobre descalabros sentimentales

El dúo musical mexicano 'Daniel, me estas matando', compuesto por Daniel Zepeda e Iván de la Rioja, en el Teatro Lara de Madrid.Olmo Calvo

La tarde en que se pusieran cara por vez primera, Daniel Zepeda saludó a Iván de la Rioja sin mucho entusiasmo, reparó en sus antebrazos pintarrajeados con media docena de tatuajes y solo se le ocurrió exclamar:

—¡Pero mira que eres naco!

Traduzcan ese “naco” por “choni”, si no están familiarizados con el español de México, y comprenderán que la bienvenida de Daniel no era un prodigio de diplomacia. Iván podría habérselo tomad...

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La tarde en que se pusieran cara por vez primera, Daniel Zepeda saludó a Iván de la Rioja sin mucho entusiasmo, reparó en sus antebrazos pintarrajeados con media docena de tatuajes y solo se le ocurrió exclamar:

—¡Pero mira que eres naco!

Traduzcan ese “naco” por “choni”, si no están familiarizados con el español de México, y comprenderán que la bienvenida de Daniel no era un prodigio de diplomacia. Iván podría habérselo tomado a mal y considerar que aquel bigotudo era un güey grosero y algo punk, pero su cruda insolencia le hizo irremediablemente mucha gracia. Y confió en que el interlocutor lenguaraz quizá acabara convirtiéndose algún día en su amigo.

Hoy, cinco años después, Iván y Daniel integran el dúo más intergeneracional, pintoresco, lúcido, irreverente y expansivo de la música popular mexicana, con más de un millón de escuchas mensuales solo a través de Spotify. Se hacen llamar, créanselo, con una fórmula de vocativo: Daniel, Me Estás Matando (más tarde intentaremos averiguar por qué). Y Zepeda luce en sus antebrazos al menos tantos tatús como su socio, y hasta puede que alguno más. Él atribuye la profusión de estos ornamentos epidérmicos a una exnovia demasiado aficionada a los dibujos indelebles. Pero acaso la insólita alianza entre estos dos chavos acabe siendo más duradera que los propios adornos.

Quizá deberían haber confluido en ocupaciones musicales teóricamente más solemnes. Daniel era un batería de prestigio en el circuito del jazz mexicano, pero sentía curiosidad por ejercitarse también como cantante, “un poco a la manera de Anderson Paak”. Iván, guitarrista y bajista, sentía una incipiente curiosidad por la electrónica y los ritmos del trap y el hip hop. “Lo lógico es que hubiéramos tirado hacia Radiohead, pero nos hicimos boleristas”, resumen entre sonrisas pícaras. Al principio casi nadie les tomó en serio, y eso les enfureció. “Nos tenían por chistositos, y eso no es verdad”, anota el batería. “No somos Les Luthiers, no nos dedicamos a contar bromas. Pero reivindicamos el derecho a resultar divertidos”.

Y lo son. Mucho. En el fragor de la conversación y cada vez que se suben a las tablas, como anoche en las del Teatro Lara, su debut absoluto sobre los escenarios madrileños. Entre los escépticos de los inicios figuraba el papá de Daniel, Rubén Zepeda, ilustre compositor mexicano y directivo de la Sociedad de Autores de aquel país, pero reculó en cuanto escuchó Diez pasos hacia ti, uno de los primeros éxitos del dúo. Y entre las devotas, desde el primer momento, se contaba la mamá de Rubén y abuela de Daniel, María Victoria, icono de las telenovelas clásicas mexicanas, que a sus 88 años se conserva en plena forma. Tanto como para acompañar a su nieto en Mirarte, una de sus composiciones más recientes. “Las gentes de nuestra edad nos caracterizamos por el amor hacia nuestros abuelos”, subrayan los danieles.

Puede que esa complicidad intergeneracional haya alentado el hallazgo, el giro argumental. El bolero, ese género en teoría trasnochado, de dialéctica entre cursi y tremendista, ha terminado resultando un lenguaje liberador para estos dos geniecillos mileniales con “querencia variable por lo kitsch”, en sus propias palabras. Daniel, de 34 años, y Fernando Iván, de 31, parecían llamados a grandes logros. El primero cursó estudios durante año y medio en Berklee (Boston), la meca mundial del jazz, pero los abandonó por considerarlos poco provechosos. “Pagaba 13.000 dólares al semestre, y eso que estaba becado con un descuento del 50 por ciento en la matrícula, pero sentía que aprendía más tocando por 50 pesos en cualquier garito de la noche de Ciudad de México”.

Iván de la Rioja y Daniel Zepeda en el Teatro Lara en Madrid. Olmo Calvo

Su media naranja musical sintió un desencanto similar. “Me rodeaba de grandes músicos de jazz, pero surgía entre ellos una competencia circense, el empeño en ver quién hacía el malabar más complicado”, argumenta este hijo de un gallego de Marín (Pontevedra). Y remacha: “El virtuosismo se consigue con mucha práctica. Para una gran canción, en cambio, no existe fórmula. Nadie sabe cómo hacerla ni nadie logra prever cuál triunfará y cuál no”.

Amor por la poesía

Al principio se divertían utilizando palabras inexistentes para sus primeras composiciones, como cuando para un anuncio televisivo de un iPhone les pidieron que se inventaran un idioma, una especie de guachiguachi delirante. Pero De la Rioja no tardó en aprovechar su amor por la poesía para ir afilando su lápiz de bolerista. “Al final, el bolero es una caricatura exagerada del amor”, sentencia, “pero tiene el valor de ser literario y atemporal. Aquí no puedes hablar de celulares ni de Instagram. Y la propia cadencia te hace sentir nostálgico, incluso con los boleros más arrebatados y felices”.

—¿De ahí, entonces, lo de Daniel, Me Estás Matando?

—Eso es. Teníamos un concierto al día siguiente y no nos habíamos parado a pensar un nombre para el dúo. Metimos tres papeles en una copa, a cuál más melodramático, y salió este. No recordamos con exactitud cuáles eran las otras dos opciones. Puede que una fuese Sangre en el Alma, o quizá algo peor...

El empacho de música romántica no les ha hecho más enamoradizos de lo que eran. Fernando Iván se nos casará en diciembre con María Inés, su novia de siempre, en una boda que Daniel amenizará –cómo no– con un buen surtido de bolerazos. Y él se dice soltero y sin compromiso a día de hoy, aunque confiese por lo bajinis su fascinación por la periodista Sara Carbonero, a la que conoció unos pocos días atrás. En cualquier caso, tengan cuidado con lo que les cuentan, porque cualquier calamidad amorosa puede servirles para alimentar la hoguera de sus historias. “Nos nutrimos casi siempre de los chismes que nos cuentan otros. Somos unos voyeuristas del drama”, recapitula Fernando Iván. Y ríen los dos.

Así interactúan siempre: cruzándose ocurrencias hasta estallar en risas. Sobre todo Daniel Zepeda, incapaz de hablar con gravedad sobre casi nada. “Solo me pongo serio si discuto de dinero o estoy inmerso con mi pareja en una negociación del amor. En todo lo demás, mi vida es impredecible”. Iván de la Rioja (sus apellidos reales son Martínez Sosa) emplea una fórmula complementaria para ser feliz: “Me enojo 10 minutos al día, mucho, por pura salud mental. Estallo ese rato y, a partir de ahí… ¡listo!”.

Todo suena a guasa en sus labios. Todo adquiere sustancia cuando se convierte en canción. Hasta han buscado un neologismo hilarante para categorizar sus composiciones: boleroglam. ¿Quieren una fórmula? “Somos herederos de José José, Julio Iglesias, Los Panchos, Rocío Dúrcal o la trova yucateca. Cualquier cosa, menos los tecladitos de Luis Miguel. Y luego le añadimos una pizca de psicodelia de bandas raras de los setenta y la parte electrónica de Frank Ocean o James Blake”.

De ahí que entre sus oyentes haya desde viejitos nostálgicos a modernos con gusto por lo vintage; heteros atribulados o gais y lesbianas que agradecen la ausencia de géneros definidos en las historias de DMEM. “¿Has visto en nuestro Instagram la dedicatoria que nos hizo el difunto Armando Manzanero?”, se despide Daniel. “Ahí le verás, diciendo: ‘A mí también me gusta mucho el boleroglam’. De acuerdo, jugaba a pádel con mi papá, era un señorcito amigo de la familia. Pero escuchárselo fue un honor muy grande…”.

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