Navidad sin cosas
Después de crisis económicas y pandemias, o precisamente debido a ellas, llega una nueva forma de imaginar el Fin del Mundo
En mi próxima distopía favorita la ciudadanía se pelea salvajemente en las abarrotadas calles del centro de Madrid para conseguir las últimas cosas disponibles. Es Navidad (o Black Friday que, al menos, no tiene coartada metafísica) y, como en la serie La purga, la gente salta a las acer...
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En mi próxima distopía favorita la ciudadanía se pelea salvajemente en las abarrotadas calles del centro de Madrid para conseguir las últimas cosas disponibles. Es Navidad (o Black Friday que, al menos, no tiene coartada metafísica) y, como en la serie La purga, la gente salta a las aceras con máscaras terroríficas y portando impactantes machetes. No para asesinar a un enemigo íntimo, sino para conseguir una corbata con la efigie de Homer Simpson o unos útiles y calentitos calcetines, esos regalos que nadie desea recibir (regalos inútiles: ¡abolición ya!). Algunos, los más fieros, consiguen llevarse a casa el pack de perfume y crema hidratante a muy buen precio. Otros pierden la vida. Las lucecitas en los escaparates siguen siendo hermosas y un tipo disfrazado de Papá Noel canta villancicos tras su barba inverosímil.
Hay escasez de cosas, faltan chips para realizar la magia de la tecnología, falta mano de obra porque las condiciones son de pena, faltan barcos y contenedores, las mercancías tristonas se atascan en los puertos sin que nadie las manosee. Después de crisis económicas y pandemias, o precisamente debido a ellas, llega una nueva forma de imaginar el Fin del Mundo. Por si fueran pocas. Se prevé que en Navidad no habrá productos disponibles para colmar el magmático deseo, o que serán muy caros, en virtud de las leyes de la oferta (poca) y la demanda (mucha).
La realidad, si es que no vivimos inmersos en una ficción distópica o en una simulación informática (como ha sugerido el filósofo futurista Nick Bostrom), parece empeñada en convencernos de que tenemos que aprender nuevas maneras de vivir, que las actuales solo conducen al colapso. Pero el ser humano es tenaz, para bien o para mal, y parece empeñado en darse de cabezazos contra los límites de esa misma realidad. Incluso en Navidad, esa inocente fiesta del consumismo atroz, ese despilfarro de energía y antiácido estomacal, ese rito de paso para introducir a los más pequeños en los delirios sistémicos. Se acabó la compraventa a placer, eso que dicen que es la fuente de la ilusión en esas fechas. Lo peor del asunto es la manera en la que afectará al empleo, a los trabajadores y pequeños empresarios que se enfrentarán con un nuevo obstáculo en el tortuoso camino del siglo XXI.
Me decía el otro día el filósofo superestrella Byung-Chul Han, en una entrevista para este periódico, que nos dirigimos hacia un futuro donde las cosas materiales, hechas de átomos tangibles como un garrotazo, perderán peso respecto a las no cosas, constituidas por evanescentes bits intangibles. O sea, la información (véase el libro No cosas, publicado por Paidós). Esta flamante crisis, este nuevo riesgo existencial, parece una moratoria a las predicciones de Han: en Navidad, si la situación no se resuelve, veremos cuál es la importancia real de las cosas. O, mejor dicho, de su ausencia.
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