Saber indignarse
La mala cabeza de un chico de Malasaña convirtió a todo el país en un pozo de indignación
No hay nada como la indignación para activar los resortes emocionales de nuestro tiempo. Todos ellos se desbordaron de inmediato al saltar la noticia de lo que parecía una brutal agresión homófoba en Malasaña. Los unos se indignaron comprensiblemente con el sadismo descrito por la supuesta víctima. Y otros pocos se indignaron también al darse por aludidos cuando los anteriores dirigían su indignación contra los que alimentan...
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No hay nada como la indignación para activar los resortes emocionales de nuestro tiempo. Todos ellos se desbordaron de inmediato al saltar la noticia de lo que parecía una brutal agresión homófoba en Malasaña. Los unos se indignaron comprensiblemente con el sadismo descrito por la supuesta víctima. Y otros pocos se indignaron también al darse por aludidos cuando los anteriores dirigían su indignación contra los que alimentan discursos tóxicos sobre los homosexuales o los inmigrantes. El descubrimiento de que todo era una trola metió aún más revoluciones al carrusel de la indignación. Los unos se indignaron al ver que les habían engañado con el objeto de su indignación y los otros se volvieron a indignar por lo que interpretan como un montaje para situarlos a ellos en la diana de la indignación contraria.
Nuestra época ha encontrado en las redes sociales el depósito de todas las indignaciones posibles. Sin gente indignada, ese universo paralelo perdería su combustible básico. Ya puede ser el día más anodino que las redes llamearán igual de mensajes indignados con el Gobierno o la oposición, con la policía o los delincuentes, con un futbolista famoso o con un tipo anónimo al que cazaron haciendo el cafre en el metro. El caso es rugir de indignación, la única manera de ser alguien en medio del hormiguero. Al que no se indigna, se lo ignora, cuando no se lo desprecia. A menudo se pone en funcionamiento un tribunal sumarísimo de la indignación para juzgar a los que no están suficientemente indignados: tibios, vendidos, bolivarianos o fascistas, según de donde procedan los tiros.
No hay que desdeñar la energía positiva de la indignación, su fuerza para empujar los avances sociales. El 15-M tomó el término como bandera, prestado del panfleto, devenido aquellos días en best seller, del nonagenario Stéphane Hessel: ¡Indignaos! Era otra clase de indignación la que reclamaba el viejo diplomático francés a la generación de sus bisnietos. Su llamamiento los convocaba a que analizasen el estado del mundo, reflexionasen sobre su situación y exigiesen ser tenidos en cuenta. Una especie de indignación madurada, de esa clase que tantas veces ha actuado como uno de los motores de la historia.
Lo que ocurre con las redes sociales es que ahí la indignación ha de ser instantánea. La exigencia es indignarse desde el pitido inicial. Y el que flaquee en su indignación, que se prepare
Lo que ocurre con las redes sociales es que ahí la indignación ha de ser instantánea. La exigencia es indignarse desde el pitido inicial. Y el que flaquee en su indignación, que se prepare. Alguien suelta una chispa, que puede ser simplemente un señuelo, y al poco las calderas de la indignación ya funcionan a toda máquina. Si la temperatura de la pócima sube mucho, acaba sumergiendo también a los políticos: los Gobiernos toman medidas urgentes y las oposiciones atruenan. Todos están tan indignados que no tienen tiempo para esperar a que se aclaren un poco las cosas. Así hasta puede suceder que la mala cabeza de un chico de Malasaña nos hunda a todos en un pozo de indignación.
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