‘Pasticcio’: De los ‘castratti’ a Broadway

William Christie, pope de la música antigua y barroca, se sale de lo que se supone es su terreno y construyen un fascinante diálogo musical mediante un viaje por el tiempo y el espacio

William Christie y Les Arts Florissants en el Festival Dans les Jardins de 2020.Julien Gazeau

En Escucha esto (Seix Barral), el crítico neoyorquino Alex Ross expone que en la historia de la música existe un bajo continuo que une a Bach con Radiohead. De ahí que resulte absurdo compartimentar, dividir, excluir: toda la música viene del mismo sitio. Pocas artes nacen de una esencia tan extraordinariamente igualitaria por mucho que existan clanes o sectas que la quieran reducir a lo exclusivo.

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Por eso Pasticcio, el maravilloso espectáculo que William Christie y su grupo Les Arts Florissants presentan esta semana en los Teatros del Canal es tan importante. Más desde su condición. Hablamos de un pope de la música antigua y barroca, un referente universal en un campo que ha revolucionado este modo de expresión en el siglo XX en la estela de Nikolaus Harnoncourt o Jordi Savall y que ha dado lugar a todo un fenómeno y una corriente fundamental ya asentada. Lo hizo entonces y lo hace con un vigor extraordinario en el siglo XXI, donde Christie se impone con autoridad, audacia y frescura sobre quienes sólo pretenden alcanzar y apelar a la mediocridad reductiva de las élites.

El título es ya una declaración de intenciones. Pasticcio… Es decir, eclecticismo, posmodernidad, un amplio espacio plural donde, bien hecho, cabe todo. Cómo lo califica, también. Christie habla de revista musical, por tanto, de algo radicalmente popular. Y a partir de ahí, mezcla, cocina y asombra. ¿Cómo? Saliéndose de lo que se supone su terreno y construyendo un fascinante diálogo musical mediante un viaje que nos lleva de la Venecia de los castratti o el Londres de Haendel al Broadway del musical o a la sacudida de The Beatles.

Quien se acerque a la sala roja del Canal, no sólo podrá disfrutar de su maestría en los repertorios que domina, sobre todo el francés, el italiano o capítulos aparte como Haendel y Purcell, también –he ahí el experimento y la audacia- como suena Cole Porter, el Frederick Loewe de My Fair Lady o Irvin Berlin con clave, tiorba, flauta barroca… Y cómo la voz de un contratenor y una mezzosoprano pueden alegrar como cualquier crooner las melodías de un buen musical de Broadway. No cualquier contratenor, ni cualquier mezzosoprano. Ahí Christie también aporta su ojo de viejo zorro para captar talentos inusuales como son los del polaco Jakub Jozef Orlinski y a italo francesa Lea Desandre.

El primero es un monstruo escénico a sus 30 años, un animal capaz de llevarnos en cuestión de segundos del cielo al infierno, de transmutarse en diablo con alas de ángel, en un ser profundamente herido para después transportarnos a la radical alegría de vivir. Eso es Orlinski, el contratenor del futuro, miembro ya del club de los grandes de su cuerda, el Carlos Mena, Bejun Mehta, Xavier Sabata o Philippe Jarousski, un extraordinario y superdotado artista, desprejuiciado y riguroso, capaz de marcarse piruetas de breakdance en mitad de un aria y recluirse después en un torbellino de fragilidades humanas encarnadas en pura fuerza expresiva.

No es fácil salir con él a escena: provoca una especie de atracción jubilosa y fatal de la que cuesta deshacerse. De ahí que tenga doble mérito el papel de Desandre, que con un contrapunto de elegancia y frescura en la línea vocal, queda a su altura con sutileza, encanto y contundencia.

Detrás andan permanentemente unos músicos asombrosos con Christie en medio y de espaldas, sentado al clave. Un ensemble que aúna talento joven y veteranía dentro del pasmoso equilibrio de sonidos marca de la casa. Un grupo de instrumental barroco que se transfigura en banda de jazz con una naturalidad sólo al alcance de los enormes y siempre sonriendo.

Lo que Christie propone con Pasticcio es la conquista de la modernidad y una mano tendida a todos los públicos por medio de instrumentos del pasado. Un viaje apasionante entre dos épocas –la presente y el siglo XVII- sin que notemos que en el trayecto haya discurrido el tiempo. La felicidad del diálogo musical sin fronteras éticas ni estéticas, sin prejuicios, con un desprecio supino a lo exclusivo, lo elitista, lo altivo. Una lección de libertad creativa desde el rigor y el disfrute, desde la maestría de quien, como Falstaff, a estas alturas, sólo quiere disfrutar del arte y la vida mediante un atracón de originalidad no exenta de descaro.

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