Vivir en el riesgo extremo: encerradas, con policías y sin coger el móvil

Las Oficinas de Víctimas del Delito en Madrid registran 3.851 peticiones de ayuda en 2020, la mayoría de mujeres que acaban aisladas

Susana posa en un parque del Puente de Vallecas, el domingo.Alvaro García Meseguer

Soledad sabe que a las 10 en punto va a recibir la llamada de un conocido. Está en su casa, nerviosa. No descuelga ningún número que no esté registrado en su agenda. De hecho, su teléfono tiene activado el filtro de acoso, que significa que a los desconocidos se les bloquea la llamada tras el segundo tono.

Vive recluida en un piso en el distrito de Vicálvaro. Ha denunciado hasta 11 veces a su expareja y la policía la considera mujer con riesgo extremo. Es una de las dos que tienen ...

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Soledad sabe que a las 10 en punto va a recibir la llamada de un conocido. Está en su casa, nerviosa. No descuelga ningún número que no esté registrado en su agenda. De hecho, su teléfono tiene activado el filtro de acoso, que significa que a los desconocidos se les bloquea la llamada tras el segundo tono.

Vive recluida en un piso en el distrito de Vicálvaro. Ha denunciado hasta 11 veces a su expareja y la policía la considera mujer con riesgo extremo. Es una de las dos que tienen esa catalogación en la región, a fecha de febrero de 2021. Hay otras 99 mujeres con riesgo alto y 829 con riesgo medio, dentro de los 8.562 casos activos.

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Soledad ha llegado a este punto después de siete meses de relación y dos años de denuncias, huidas e infierno. “Y lo que me queda…”, apunta. No sale de casa si no es para algo esencial, como puede ser ir al médico, y siempre va acompañada de una agente vestida de paisano. Ha desaparecido de las redes sociales. Se ha obligado a invisibilizarse para evitar insultos y amenazas. Así es su vida. O su no vida.

Su exnovio le pegó varias palizas durante su relación. En el punto final, la intentó estrangular. Le ha pedido perdón y le ha dicho que quiere volver.

Ella tiene 29 años y ha elegido el nombre Soledad para este reportaje porque se siente sola. Le cuesta aguantar los sollozos durante la conversación telefónica. Reconoce que depende de los ansiolíticos. Y no sabe cuándo llegará el final de su pesadilla, cuándo su agresor será juzgado, cuándo podrá tener un trabajo o salir a la calle con una nueva identidad. Tener una vida, amigos...

En otro punto de la ciudad, en Puente de Vallecas, aparece Susana vestida de oscuro, mascarilla incluida, dispuesta a hablar también por primera vez de un infierno similar, pero más prolongado: 18 años aguantó junto a su agresor. Lleva en el bolso la orden de alejamiento impuesta a su expareja desde hace dos años, con fecha de caducidad para el 2 de marzo de 2022. También lleva un aparato con el servicio Atenpro, que le permite, con solo apretar un botón, avisar a la policía, que la tiene geolocalizada en todo momento. Durante su cautiverio matrimonial recibió golpes, desprecios y una paliza brutal que presenció su hijo cuando tenía nueve años, hace algo más de tres. Él también le ha pedido perdón y quiere volver a intentarlo. Está catalogada por la policía como mujer con riesgo medio.

Tiene 40 años y ha decidido llamarse Susana en este reportaje porque es el nombre de su psicóloga.

Soledad y Susana tienen mucho en común. No solo por los palos que recibieron, sino por la sensación agridulce que se les ha quedado tras denunciar. “Parezco yo la delincuente”, describe Susana sobre su vida, acotada desde que en enero de 2019 decidió ir a comisaría. Soledad confirma: “Yo soy la prisionera, no él”.

Ellas son dos casos entre muchos. Durante 2020, la red de siete Oficinas de Asistencia a las Víctimas del Delito (OAD) de la región madrileña han prestado asistencia a un total de 3.851 víctimas, de las que 3.509 son mujeres y, de ellas, 191 menores de edad. Ese año, por primera vez, se atendió a más víctimas por delitos contra la libertad sexual (1.148) que por violencia machista (1.092). Pero en un año extraño dominado por el estado de alarma y la pandemia no se pueden extraer conclusiones concluyentes, según explica María Jesús Juárez, jurista al frente de todas las oficinas. “Puede ser una tendencia, pero tendremos que observar qué pasa ahora porque no hay menos violencia de género, ese número se ha mantenido”.

“No hay menos violencia de género, ese número se ha mantenido”
María Jesús Juárez, al frente de la red de Oficinas de Asistencia a las Víctimas del Delito

Salas Gesell

Juárez se mueve como en su casa por el laberíntico edificio central de las oficinas situado en la capital. El espacio al que acuden las víctimas forma parte del núcleo penal de la Comunidad de Madrid, representado por un triángulo legal formado por los Juzgados de Violencia, la oficina de Penales y los Juzgados de Menores. Lo muestra con cierto orgullo porque está construido pensando en las víctimas. Por un lado entran los presuntos acosadores; por otro, las agredidas con sus abogados y, si es necesario, con la policía. Unas salas ofrecen biombos y otras están acondicionadas con un sofá azul claro y una mesita de madera. Son las denominadas Gesell, reservadas para los más vulnerables, principalmente menores que declaran ante un psicólogo mientras son observados al otro lado de un cristal espejo por el juez, el fiscal y los letrados de ambas partes.

Una sala de la Oficina de Asistencia a las Víctimas del Delito. / ÁLVARO GARCÍA

Allí acuden muertas de miedo mujeres como Soledad y Susana tras poner la denuncia. Por eso les ofrecen asistencia jurídica, psicológica —para encarar el procedimiento legal— y social. “La parte de la protección la lleva la policía”, recalca Juárez. Y si el juez emite una orden de protección o alejamiento, la Consejería de Políticas Sociales, a través de la Dirección General de la Mujer, ofrece recursos habitacionales.

El sistema ha mejorado con el tiempo. Eso es un hecho. Psicólogos, agentes policiales, casas de acogida... pero hay asignaturas pendientes con las víctimas, que acaban sintiéndose condenadas.

Susana trabaja como administrativa en una empresa que conoce su expareja perfectamente. Pero no puede cambiar de empleo ni de casa ni de teléfono ni de redes sociales porque él debe conocer todos esos datos para cumplir con la orden de alejamiento. Y la policía debe estar preparada por si el agresor se la salta. “Me siento protegida, claro, y lo agradezco mucho. Pero también me siento vigilada constantemente, sin libertad de movimiento. Si quiero ir a tomar un café con una amiga a otro distrito tengo que avisar. ¿Por qué no lo vigilan a él?”.

El martes pasado se celebró por fin el juicio contra su exmarido, que fue condenado a un año y seis meses. No entrará en la cárcel, algo que en parte le causa alegría por su hijo, que no quería verlo entre rejas. Pero por otra parte le fastidia porque tendrá que aprender a vivir con el servicio Atenpro. Cuando dentro de un año caduque la orden de alejamiento, entonces sí podrá cambiarse hasta de nombre si lo desea, pero vivirá con la mosca detrás de la oreja.

“¿Por qué no lo vigilan a él?”
Susana, víctima de violencia de género

La angustia de Soledad

La espera que más angustia, de todas formas, es la que le toca vivir ahora a Soledad. Debido a la pandemia, su procedimiento judicial —y la gran mayoría de ellos— se ha retrasado en varias ocasiones. Unas veces tenía covid el juez; otras, un abogado; luego algún otro letrado. Y, mientras tanto, su exnovio se saltaba la orden una y otra vez para acosarla o insultarla.

“Me parece asombroso que este hombre no esté ya en prisión. Una persona que está quebrantando constantemente una orden y luego cada orden de protección la lleva un juzgado diferente... Yo creo que debería haber una mayor coordinación”, lamenta la propia directora de la red de Oficinas de Asistencia a las Víctimas.

Soledad conoció el infierno hace justo dos años. Trabajaba de interna cuidando a una persona mayor. No salía, no se relacionaba, no tenía casi amigos. Hasta que una compañera de trabajo decidió presentarle a su primo para que se conocieran. “Te va a gustar”, la animó. Y ella se dejó animar. Se escribieron por wasap, tontearon y se vieron. Al poco, salían juntos. Y a los días, saltó la primera alarma. “Me fui un día a casa de mis tías y no me fijé en el teléfono. Cuando salí, tenía muchísimas llamadas perdidas suyas y cuando lo cogí me gritó: ‘¿Por qué no me contestas?, ¿o es que eres puta?”.

Los celos fueron en aumento. Vigilaba su móvil, copió su agenda, controló cada mensaje y la obligó a mantener relaciones sexuales. Los golpes no tardaron en llegar. Y las disculpas, detrás. Un día se lo encontró borracho en el portal de su trabajo. Ella se lo recriminó, él echó las manos a su cuello y apretó, apretó y apretó.

La aparición de un vecino en el portal le salvó la vida. Siete meses duró aquella relación. “Y esto de ahora, toda la vida”. Denunció, perdió el trabajo y se aisló. “Parezco yo la delincuente. Él está tan tranquilo en la calle y yo, con ansiolíticos”. Soledad sobrevive gracias a la renta mínima vital. Su vida se ha reducido al miedo y a la rabia. “Yo pensaba que estas cosas a mí no me podían pasar. Tengo carácter, soy fuerte, pero...”.

El consejero de Justicia, Enrique López, señala que “asegurar una asistencia profesional y cercana a mujeres víctimas del delito, en especial a las que sufren violencia de género, es el camino para defender sus derechos, pero también para que otras víctimas de violencia perciban que la Administración de Justicia está cerca y las respalda”.

“Yo pensaba que estas cosas a mí no me podían pasar”
Soledad, víctima de violencia de género

La ley todavía tiene muchas lagunas. Algunas se intentaron corregir con el Pacto de Estado de 2017, pero la mayoría de aquellos acuerdos todavía no se han puesto en marcha. “Es un tema complejo porque la violencia de género no es equiparable a otros delitos, requiere de respuestas y medidas específicas, respetándose los derechos de ambas partes en el proceso”, analiza Alba Pérez, abogada experta en violencia de género de la Plataforma 7N. Resulta fundamental la garantía del acompañamiento de la víctima desde el primer momento. Y, por supuesto, garantizar su seguridad durante todo el proceso, algo que en ocasiones no ocurre.

La vigilancia del agresor no siempre es efectiva, los dispositivos de localización a veces tienen errores y suelen ser acordados cuando ya ha habido varios quebrantamientos de la medida cautelar.

Las 1.092 mujeres que denunciaron en 2020 esperan el fin de estas lagunas. Quizás si este llega, otro día, o en otro reportaje, ellas puedan utilizar su nombre real.

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