El Internet de los pobres

Ya quedan pocos locutorios y cibercafés porque ahora todo el mundo tiene ordenador o ‘smartphone’

Imagen de archivo en un locutorio en el centro de Madrid, en 2010.BERNARDO PÉREZ

Si mirásemos al microscopio la superficie de los ratones de los ordenadores de los locutorios encontraríamos millones de nuevas especies de microorganismos, ambientes selváticos, nuevas civilizaciones y, probablemente, vida extraterrestre (los científicos están mirando en la dirección equivocada). Ya quedan pocos locutorios y cibercafés porque ahora todo el mundo tiene ordenador o smartphone, hasta las personas que viven en la calle tienen teléfono móvil y perfil en redes sociales. Pero quedan los lumpencibernautas, los últimos olvidados, los verdaderos outsiders, que toda...

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Si mirásemos al microscopio la superficie de los ratones de los ordenadores de los locutorios encontraríamos millones de nuevas especies de microorganismos, ambientes selváticos, nuevas civilizaciones y, probablemente, vida extraterrestre (los científicos están mirando en la dirección equivocada). Ya quedan pocos locutorios y cibercafés porque ahora todo el mundo tiene ordenador o smartphone, hasta las personas que viven en la calle tienen teléfono móvil y perfil en redes sociales. Pero quedan los lumpencibernautas, los últimos olvidados, los verdaderos outsiders, que todavía van al locutorio a engancharse al mundo.

Yo a veces bajo al locutorio a imprimir cosas. Antes no todo el mundo tenía ordenador, pero el que lo tenía, tenía impresora. Ahora todo el mundo tiene ordenador, pero nadie tiene impresora. Los locutorios se han convertido en imprentas. Y, cuando bajo, acaricio esos ratones en cuya superficie está todo el genoma universal y que se me quedan pegados a la palma de la mano. Experimento comunión con todos los seres humanos, los presentes en el locutorio y los que habitan el resto del planeta.

Hace no tanto los locutorios eran verdaderos centros sociales de algunas comunidades inmigrantes, como lo son los bares donde hablan los borrachos, las peluquerías donde se juntan las familias dominicanas o las lavanderías donde supuestamente se enamoran los hipsters, mirando girar sus calzoncillos sucios, como en una peli de Isabel Coixet.

El mundo ha cambiado mucho: durante la primera década del siglo XXI yo no tenía ordenador, y mi vida no era peor que ahora, escribía y trabajaba en las máquinas de la universidad o de los locutorios: así, cuando estaba en casa, offline, mi vida tenía sentido. En los locutorios veía pósteres de Guayaquil, mapas de Bangladesh, escuchaba otras músicas y bebía latas de refrescos hiperazucarados de marcas que parecían de ficción y de frutas que no estoy seguro de que existan.

En los locutorios yo me sentía como en casa rodeado de gente que no tenía nada que ver conmigo, pero que se sentía como en casa. Tenían algo de establecimiento comercial, pero también algo del salón de una vivienda imaginada en un barrio de Barquisimeto o un suburbio de Rangpur, con los niños correteando por ahí, la tele puesta a buen volumen y algunos juguetes estratégicamente colocados por el suelo para provocar una caída dolorosa.

Ahora, cuando bajo a imprimir cosas y solo a imprimir cosas, es cuando veo a los outsiders del locutorio, con su micrófono de diadema, hablando en fonemas impronunciables con familiares en el otro lado del planeta, consultando los resultados del fútbol, jugando a sencillos videojuegos pixelados. En alguna esquina oscura hay hombres lascivos que miran porno girando un poco la pantalla para no ser descubiertos. No tener smartphone es una genuina forma de libertad. La verdadera pobreza, la pobreza más extrema, es no tener dónde tocarse lejos de la mirada de los demás.

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