El Rastro de las miradas bajas
Paseantes y tenderos se distraen con el móvil un domingo por la mañana. Nada anima a levantar la vista cuando el emblemático mercadillo madrileño lleva ocho meses cerrado a causa del coronavirus
Hipnotizado por el teléfono móvil. La pantalla impide que se mire a los ojos con los pocos transeúntes que remontan la calle de Carlos Arniches, uno de los afluentes del Rastro madrileño. Bernardo García, propietario de una tienda de antigüedades, mata el tiempo saltando de una conversación de WhatsApp a otra. A primera hora de la mañana ha plantado una banqueta en la acera y expuesto algo de género a su alrededor. Espejos, figuras de porcelana, relojes de bolsillo, encendedores con solera y esclavas de oropel que esperan la llegada de los curiosos. Pero el emblemático mercadillo dominical ...
Hipnotizado por el teléfono móvil. La pantalla impide que se mire a los ojos con los pocos transeúntes que remontan la calle de Carlos Arniches, uno de los afluentes del Rastro madrileño. Bernardo García, propietario de una tienda de antigüedades, mata el tiempo saltando de una conversación de WhatsApp a otra. A primera hora de la mañana ha plantado una banqueta en la acera y expuesto algo de género a su alrededor. Espejos, figuras de porcelana, relojes de bolsillo, encendedores con solera y esclavas de oropel que esperan la llegada de los curiosos. Pero el emblemático mercadillo dominical permanece cerrado desde el ocho de marzo, cuando se cortó de golpe el torrente de fisgones, coleccionistas y buscavidas que merodeaban por aquí.
“Un domingo normal, a estas horas, esto estaría lleno de gente. Pero entre que ya no pueden venir turistas, y que el mercado ambulante ha cerrado, por aquí no pasa ni el Espíritu Santo”, explica el comerciante, de 43 años. Solo las almonedas y tiendas de cacharros, libros o antigüedades permanecen abiertas y testifican que el Rastro ha estado aquí durante más de cuatro siglos. Por su parte, los 1.000 puestos que hasta ahora jalonaban cada domingo la Ribera de Curtidores y sus calles aledañas desaparecieron con la irrupción del coronavirus. El Ayuntamiento y los comerciantes ambulantes se han enzarzado durante ocho meses en las condiciones de la reapertura, distintas a las que van a operar en otras citas tradicionales como el mercadillo navideño de la Plaza Mayor.
El Consistorio propone una alternancia de la mitad de los puestos cada domingo —desplazados de sus calles originales y trasladados a la calzada— y limitar el aforo a 2.703 visitantes. Las aceras quedarían reservadas para el tránsito y los comercios con local fijo. De este modo, el mercado se desdoblaría, con dos espacios y dos medidas distintas de prevención contra el virus. Según el documento remitido a la Asociación El Rastro Punto Es, que aglutina a la mayoría de los vendedores ambulantes, los titulares de los puestos se encargarían de colocar la cinta de balizamiento detrás de cada puesto, delimitando así ellos mismos las distintas áreas. Los asociados comenzaron a votar esta propuesta el sábado y acabarán de hacerlo este lunes. En función del resultado, este puede ser el último domingo sin Rastro. O que el cierre continúe.
Ni siquiera durante la Guerra Civil había sucedido una cosa así. Entonces el barrio fue bombardeado y el mercado se debilitó, pero nunca cerró del todo. Hoy quienes visitan el callejero sobre el que se asentaba el Rastro bajan la calle del Carnero con la mirada puesta en la pantalla del móvil. Nada anima a elevar la vista. Su paso es casi automático, como el de los soldaditos de cuerda que se ofrecen en las almonedas semivacías. Son paseantes abstraídos; sus sentidos están puestos en otro sitio. Al contrario de lo habitual, pues este mercado al aire libre solía captar toda la atención de propios y extraños. Amantes del regateo que, como espigadores urbanos, escarbaban entre las montañas de objetos en busca de todo aquello que pudiera interesar a alguien.
Pequeñas joyas que Antonio Hernández, de 62 años, a veces se sorprende con hallar en las estanterías de su librería de segunda mano, Libros de ocasión Fernández, atestada de material por todas partes. Venderlo ya es otra cosa. “Desde que cerraron los puestos no podemos ni cubrir gastos fiscales”, explica. “Nueve de cada diez clientes ha dejado de venir por aquí. Sin los puestos, la huella histórica del Rastro se acaba. Y con ella las visitas a la zona y el interés”, continúa quien debutó en este mercado a los nueve años. Primero se centró en los cromos de Bimbo que extendía sobre una sábana en el suelo de un esquinazo. Después tuvo comics en la calle Mira el Río Baja.
Guarece la entrada a su establecimiento un carrito de supermercado en el que se amontonan los libros a 20 céntimos. Sobre la puerta cuelga un cartel que prohíbe las fotografías en el interior. Una advertencia habitual en la zona, quizá para evitar copias o reventas. Los tenderos parecen hombres y mujeres recelosos, bregados en el mercadeo y la competencia. Cada una de sus tiendas tiene una especialidad, aunque siempre resulta flexible. Un saldo completo de objetos usados de cualquier género y procedencia. Cachivaches que solo se encuentran aquí, donde acaban los enseres de quien fallece. Abigarradas fotografías de una lechería de los años 30. Instantáneas de un viaje a Alicante en el Seat 600. El peine de carey que el abuelo solía llevar junto a la cartera. El reflejo propio en los espejos a la venta.
También hay hueco para las exquisiteces. Como las que pueblan las tiendas de muebles de la calle de Santa Ana y, más abajo, de Arganzuela. Butacones, aparadores, cómodas, tocadores y sofás del siglo pasado adecuadamente restaurados. Un mobiliario que bien podrían haber dibujado los prolíficos diseñadores modernos Marcel Breuer o Mies van der Rohe. Los escaparates de estos comercios parecen más instagrameables y atraen a un público que no frecuenta otras zonas del Rastro. Como Ana Barco, de 26 años, una diseñadora de interiores que pasea a su galgo afgano desde el barrio de Las Letras. Busca una silla de escritorio, pero no cualquiera: “Espero encontrarla por aquí. No había venido desde diciembre y me dan mucha pena las calles vacías”.
Algunas de estas presumidas callejuelas van a acabar a la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo, quizá la más desangelada de todas. Casi todos los bares están cerrados. El día de libranza, como en otras zonas de la capital, vuelve a ser el domingo. Este perímetro embolsa el mercadeo más miserable. En el suelo se acumulan las redecillas para garbanzos, las pilas, varias muñecas rotas de plástico, preservativos sueltos y un mando de televisión. Los vendedores permanecen en guardia por si apareciera la policía, mientras varias personas mayores rebuscan en una caja llena de cables. A pocos metros, un grupo de cameruneses entrenan calistenia sobre las barras del parque. Preguntado por el Rastro, Moussa, un joven hercúleo, duda sobre el significado de la palabra: “Ah, vale. Te refieres a los vendedores de cartas y monedas que antes estaban por aquí. Ya no los veo nunca”.