Pedro Iturralde y las rutinas de puro presente

El músico, fallecido el pasado 1 de noviembre, fue un artista de club y uno de los grandes residentes de salas como Clamores, Galileo y Café Central

Pedro Iturralde, en un concierto en septiembre de 2019 en el Café Central.

Como esos bonitos cuentos que nos acompañaban de niños, hay rutinas que ojalá nunca se esfumasen. Decía Woody Allen que existían pocas alegrías más auténticas, por minúsculas y conocidas que sean, que la de preparar café a primera hora de la mañana, con esa sensación de amortiguar la vida, dejarla estar por unos minutos como ligero vaho en el espejo. Hábitos cotidianos, pero también hábitos existenciales. Pasear al perro, leer en la cama, fumar en la ventana, ver una serie, salir a correr, ir al monte, comer en un restaurante...

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Como esos bonitos cuentos que nos acompañaban de niños, hay rutinas que ojalá nunca se esfumasen. Decía Woody Allen que existían pocas alegrías más auténticas, por minúsculas y conocidas que sean, que la de preparar café a primera hora de la mañana, con esa sensación de amortiguar la vida, dejarla estar por unos minutos como ligero vaho en el espejo. Hábitos cotidianos, pero también hábitos existenciales. Pasear al perro, leer en la cama, fumar en la ventana, ver una serie, salir a correr, ir al monte, comer en un restaurante favorito o quedar con los amigos. La rutina de ir a un concierto se ha evaporado de nuestras vidas. Alguna vez hay alguno, programándose cómo se puede y cómo dejan, pero casi siempre no hay nada.

Para algunos, un concierto era una estancia en lo de siempre. Rutina de la semana, rutina más allá de las estaciones, rutina de años. Un camino que recorrer de memoria, de casa a la sala, de las canciones que sonaban, mientras te preparabas en la habitación, al escenario, donde te envolvían con más fuerza, a veces, incluso de una forma irracional. La rutina de escuchar la música en directo era como un libro que se escribiese en el momento delante de tus ojos, un regalo del presente.

MANERAS DE VIVIR

En Invierno en Lisboa, Santiago Biralbo, ese jazzman de noches de penitencia, dry martinis y espuma brillando en la oscuridad, afirmaba después de sus actuaciones en Floro Bloom: “Un músico sabe que el pasado no existe. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros, palabras o cuadros. Un músico está siempre en el vacío. Su música deja de existir justo en el instante en que ha terminado de tocarla. Es el puro presente”. Bien podría haberse inspirado Antonio Muñoz Molina para el gran personaje de su novela en Pedro Iturralde, no por los líos amorosos de la ficción sino por esas palabras cargadas de sabiduría y por la intensidad con la que encaraba la música este maestro del jazz español, fallecido el pasado fin de semana.

Pedro Iturralde era una maravillosa rutina de Madrid. Un músico que pasó decenas de veladas en el mítico Whisky Jazz, el local abierto por Juan Pedro Bourbon en la calle de Villamagna, un santuario jazzístico que aglutinó a Tete Montoliú, Juan Carlos Calderón y Lou Bennet y consiguió que Iturralde dejase de dar vueltas por el mundo y se instalase en Madrid en 1963. Nunca abandonaría ya la capital el tipo que cada 2 de enero, cuando todo era resaca y año nuevo aún, tocaba puntual y certero en la sala Galileo. El saxofonista se haría residente de tres salas esenciales en el tejido cultural de la ciudad como Clamores, Galileo y Café Central. “Nos coordinábamos con él para que fuera tocando en los tres sitios a lo largo del año”, explica Javier González, programador del Café Central, garito donde solía actuar en primavera.

De su cátedra como primera plaza de saxofón en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, conseguida en 1978, sacó Iturralde su aliento didáctico. Ir a uno de sus conciertos era ir a una clase magistral de un pionero en mezclar el jazz y el flamenco, pero también de un prodigioso instrumentista que siguió tocando superados los 90 años. “Tenía un espíritu docente. Era maravilloso. Hacía unos conciertos muy pedagógicos. Contando de dónde venían sus composiciones, relacionándolo con sus influencias, explicando detalles sonoros…”, cuenta González.

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Espíritu de maestro resplandeciendo en una persona “súper discreta”, que cenaba en el privado trasero del Café Central, atendiendo a sus seguidores, charlando con ellos y con todo el mundo. “Eso no lo hacen todos”, apunta el programador de la sala. “Hay gente que toca y se pira. Sin embargo, Pedro era de otra pasta. Era un tipo de músico que hace club”.

Hacer club. Clamores, Galileo y Café Central son tres de los clubs que más hacen por la escena musical madrileña. Muchos años de artistas residentes, noches temáticas, conciertos entre semana con veteranos y noveles indistintamente, jolgorio en sus barras y público compartiendo mesas, “al estilo francés”, comenta González. “Codo con codo. Haciendo de escuchar música en vivo un tipo de vivencia que exige cercanía, todo eso a lo que ataca sin compasión el coronavirus”.

Hubo un tiempo, allá por mi época universitaria, que había tres rutinas nocturnas a las que solía acudir en cualquier estación del año, acompañado con amigos, novias o cómo fuera: ir a ver a la Galileo a Javier Krahe, a Antonio Vega a Clamores y a Pedro Iturralde al Central o cualquiera de los otros dos clubs. Los tres aparecían periódicamente en las guías de ocio, en las programaciones semanales de conciertos. Pedías una cerveza, luego otra, quizá acababas en whisky, cogías a puñados esos kikos del platito y ahí estaban sobre el escenario Krahe, Antonio Vega y Pedro Iturralde. Hubo un tiempo que Madrid pasaba como primaveras florecientes por ellos, tres irrepetibles embajadores de las noches de conciertos.

Ojalá hubiese rutinas que jamás se esfumasen. Ojalá el puro presente, ese sonido feroz en el vacío, volviese algún día para quedarse.


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