Fracaso total

El caso de la persecución y el acoso a Pablo Iglesias, Irene Montero y sus tres hijos se ha convertido en algo desgraciadamente paradigmático

Una mujer golpea cacerolas en señal de protesta cerca de la vivienda del vicepresidente del Gobierno de España, Pablo Iglesias, y la ministra de Igualdad, Irene Montero.joaquin corchero (Europa Press)

El verano de la familia Iglesias Montero no ha sido ideal. De Asturias tuvieron que salir huyendo en plenas vacaciones a su domicilio de Galapagar amedrentados por insultos, amenazas y acosos. Pero ahí, dentro de su casa, tampoco duermen tranquilos. Más allá de la polémica falta de protección o los oídos sordos que algunas autoridades prestan a su caso, más allá de las invocaciones a los penosos escraches alentados por Podemos no hace tanto...

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El verano de la familia Iglesias Montero no ha sido ideal. De Asturias tuvieron que salir huyendo en plenas vacaciones a su domicilio de Galapagar amedrentados por insultos, amenazas y acosos. Pero ahí, dentro de su casa, tampoco duermen tranquilos. Más allá de la polémica falta de protección o los oídos sordos que algunas autoridades prestan a su caso, más allá de las invocaciones a los penosos escraches alentados por Podemos no hace tanto tiempo, de ese perverso ojo por ojo que implican como punto de partida de una espiral que resulta hoy siniestra, la noticia continua de esta persecución es una de las más tristes que se han producido en este país en décadas: la evidencia de una grieta no sólo en el ámbito de la política, la seguridad o la protección jurídica. Más bien la constatación de un fracaso civil y ciudadano. De un fracaso total.

Vivimos tiempo de debacles. El palpable fin de una época. A décadas de integración hasta finales del siglo XX le siguen desde 2008 años de desintegración. Pero si además de los entramados económicos, sociales e institucionales, caen por el barranco los pocos valores de tolerancia y convivencia que aprendimos en cuatro décadas de democracia, apaga y vámonos.

¿Queremos formar parte de en un país de perseguidos, de señalados o establecer y enriquecer un espacio de libertad y respeto mutuos más allá de discrepancias ideológicas, sean marcadas o no?

El caso de Pablo Iglesias, Irene Montero y sus tres hijos de dos y un año se ha convertido en algo desgraciadamente paradigmático. Desata la furibundia exacerbada de una minoría de cavernícolas en la misma medida que la frustración e impotencia racionales y cómplices de una mayoría civilizada. Pero ha pasado de la intención al hecho y ahí radica precisamente su gravedad. El conflicto se ha trasladado de la cobarde esfera virtual en redes a la crudeza de lo real a la puerta de su domicilio. En la primera se señala, en la segunda, ya no hay salvación si unos pocos deciden actuar.

Una perversa voluntad de acoso sin fin lo acentúa cada día con un mensaje inequívoco: no os queremos aquí. Fuera. ¿Quién delimita y determina dónde y cómo queremos vivir en paz? Cada esquina, cada calle, cada plaza de este país tiene que valer para cualquiera de nosotros. De lo contrario andamos a las puertas del totalitarismo civil. ¿Queremos formar parte de en un país de perseguidos, de señalados o establecer y enriquecer un espacio de libertad y respeto mutuos más allá de discrepancias ideológicas, sean marcadas o no? Cuando estas rebasan el ámbito del debate incluso subido de tono para caer en el insulto, la amenaza y la violencia saltan resortes que nos retrotraen a lo peor de nosotros mismos. Realmente, pregunto, ¿no hemos aprendido nada?

Una familia señalada y después perseguida por razones políticas en mitad de un vecindario es la evidencia de una asignatura suspendida, de una incapacidad manifiesta para entendernos en lo básico y poder convivir en paz. Cuando el odio es el motor y el rechazo a la persona un desahogo palpable con intenciones violentas quedamos a un paso de la barbarie. Si cruzamos esa línea estamos perdidos.

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