El Madrid ‘ramoniano’ de Gómez de la Serna
En 1930, el escritor publicó 'La Nardo' considerada por su hermano y editor como “su novela más intensamente madrileña”
En 1930, hace ahora 90 años, Ramón Gómez de la Serna publicó La Nardo en la editorial Ulises, fundada por su hermano Julio, quien la consideró como “la novela suya más intensamente madrileña”. La protagonista de la obra, una muchacha a la que llaman la Nardo por su blancura similar a la de la flor, encarna el alma del Madrid de comienzos del siglo XX.
“La Nardo era la hija de la luz de Madrid, pero estaba confinada por las gentes que viven lanzando sobre las mujeres hermosas miradas atravesadas de miedo a la vida”. Así describe al personaje de Aurelia Rojo, que rege...
En 1930, hace ahora 90 años, Ramón Gómez de la Serna publicó La Nardo en la editorial Ulises, fundada por su hermano Julio, quien la consideró como “la novela suya más intensamente madrileña”. La protagonista de la obra, una muchacha a la que llaman la Nardo por su blancura similar a la de la flor, encarna el alma del Madrid de comienzos del siglo XX.
“La Nardo era la hija de la luz de Madrid, pero estaba confinada por las gentes que viven lanzando sobre las mujeres hermosas miradas atravesadas de miedo a la vida”. Así describe al personaje de Aurelia Rojo, que regenta un puesto de porcelanas, muebles, cacharros y ropa en la Ribera de Curtidores, una de las calles más célebres del Rastro madrileño. De belleza apabullante –piel blanca y ojos negros, “de nicotina”–, es, sobre todo, una mujer valiente que hace de la pasión su estandarte, que desoye las habladurías y vive siguiendo la estela de sus impulsos, intensamente, y muere joven, como una prematura estrella de rock en aquel Madrid de los años 20.
El Madrid de ‘la Nardo’ es un Madrid intrépido, con olor a churros y a gallinejas, mantones de Manila y música perenne de organillo.
Su inocencia salvaje, más desbocada que la de la Fortunata de Pérez Galdós, la conduce a ser la perfecta víctima de hombres desalmados que buscan aprovecharse de esa belleza y la empujan a prostituirse. La Nardo encarna en su persona el amor y la muerte y acaba envuelta en un doble suicidio junto a su último amante, entre sábanas, caricias y morfina. Ambos deciden poner ese broche final a su amor para eternizarlo.
En la historia vamos descubriendo un Madrid castizo, deslumbrante y enredado, el preferido de Gómez de la Serna: Latina, Lavapiés, Embajadores… El autor supera el simple costumbrismo y, haciendo gala de su originalidad, introduce un elemento casi de ciencia ficción: el cometa Asor, que amenaza con chocar contra la Tierra el 18 de agosto, en mitad del sofocante verano madrileño. La vida, ante la posibilidad de la extinción, se desata en la verbena de las fiestas populares de agosto, entre faroles, música, vino y atracciones de feria.
También el toreo, con su mezcla de pasión, crueldad y muerte, está presente: una corrida nocturna en la que el animal “gritaba con esos berreantes gritos de mujer que ha perdido a su hijo”, una barraca en la feria que reproduce la cogida y la muerte del torero valenciano Manuel Granero, acaecida en 1922 en la Plaza de Toros de Madrid.
Al final el cometa no choca contra la Tierra y los personajes continúan su deambular por escenarios como la Plaza Mayor, el Paseo de las Acacias o la antigua Plaza del Progreso, ahora Tirso de Molina. La Nardo cambia de domicilio en numerosas ocasiones: primero vive por las afueras, cerca del Manzanares, entre escombreras, gitanos y golfillos que apedrean las bocas de riego. Después se muda al final de la Ronda de Embajadores, donde el invierno deposita pobres con el moquillo helado que el autor llama “fuentes heladas del suburbio”. También llega a vivir en la calle de la Roda, por el Rastro, y en una casa de huéspedes de la calle de la Morería, perpendicular a Bailén. Asiste a los espectáculos del antiguo teatro Barbieri, que se encontraba en la calle de la Primavera, por Latina; merodea por el café de Fornos, en la esquina de Alcalá con Virgen de los Peligros, que también era frecuentado por los personajes de Galdós. La novela incluso inspiró una película estrenada en 1989, dirigida por Luis Ariño y protagonizada por Maribel Verdú: Los días del cometa.
El Madrid de la Nardo es un Madrid intrépido, con olor a churros y a gallinejas, mantones de Manila y música perenne de organillo. Es la ciudad que tanto encandiló a su ilustre autor, el verbenero Ramón Gómez de la Serna –o simplemente “Ramón”–, orgulloso madrileño nacido un 3 de julio de 1888 en el número 5 de la calle de las Rejas –actualmente, número 7 de Guillermo Rolland, donde podemos contemplar una placa a su memoria–, muy cerca de la Plaza de Oriente. Hizo de su ciudad el escenario juguetón donde dar rienda suelta a sus greguerías, una genuina invención que combinaba la metáfora con el humor y se colaba en todas sus obras, ya fueran de género narrativo, teatral o ensayístico.
Con las greguerías se convirtió en precursor del vanguardismo en España. Su ingenio le dictó afirmaciones como ésta: “Por la Puerta del Sol es por donde los días nublados se abre el cielo, cuando se abre. Por la linterna de esta gran bóveda es por donde sale el sol los días de tormenta”. Se trata de un ejemplo de greguería publicada en Historia de la Puerta del Sol, un personalísimo ensayo que cumple su primer centenario en 2020. En Madrid se desarrollaron también novelas como La viuda blanca y negra (1921) o Las tres gracias (1949), escrita esta última en su autoimpuesto exilio bonaerense, con la nostalgia aguda por su ciudad natal. En ella escribiría: “Aunque es muy difícil dar la sensación de Madrid, yo me lanzo a intentarlo, para que se sepa bien qué cosa son los madrileños: que todos en Madrid estamos convencidos de que la vida es una quimera”.
Hoy contemplamos su figura en el lienzo inmortal pintado por Gutiérrez Solana como recuerdo de aquellas tertulias en la “sagrada cripta” del Antiguo Café y Botillería de Pombo, un local antaño situado en el número 4 de Carretas donde Ramón presidió, de 1912 a 1936, los encuentros artísticos que adquirirían fama internacional. También permanece su alma en su extravagante estudio, que había habitado en aquel torreón de Velázquez, trasladado más tarde a la calle Villanueva y cuya fiel reproducción podemos visitar actualmente en el Museo de Arte Contemporáneo (Conde Duque). Espejos deformantes, estrafalarios collages y objetos de lo más original ofrecen una idea de lo que pudo haber sido la vida “ramoniana”, frenética y brillante del genial escritor. Porque Ramón vivió intensamente, como temiendo que un cometa fuera a chocar de manera inminente contra la Tierra.