Edificio España
Pocas veces este tipo fantasías geográficas nos habían hecho tanta falta como este año, en el que buena parte de los españoles hemos renunciado a las vacaciones
Construido en un momento en el que este país estaba tan empobrecido que no tenía hierro suficiente, tan aislado que no podía comprarlo fuera y tan pagado de sí mismo que pensaba que no lo necesitaba, el Edificio España es un monumento a la autarquía que se construyó solo de hormigón armado, característica esta última que lo hace único, pues incluso a los cerebros soviéticos que pensaron moles similares en Moscú no se les ocurrió por un momento arriesgarse a poner en pie cosas tan ambiciosas sin dotarlas de un esqueleto metálico.
Es esa de tirar millas sin tener mucha idea ni medir mucho...
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Construido en un momento en el que este país estaba tan empobrecido que no tenía hierro suficiente, tan aislado que no podía comprarlo fuera y tan pagado de sí mismo que pensaba que no lo necesitaba, el Edificio España es un monumento a la autarquía que se construyó solo de hormigón armado, característica esta última que lo hace único, pues incluso a los cerebros soviéticos que pensaron moles similares en Moscú no se les ocurrió por un momento arriesgarse a poner en pie cosas tan ambiciosas sin dotarlas de un esqueleto metálico.
Es esa de tirar millas sin tener mucha idea ni medir mucho las consecuencias, una costumbre tan española como la de legitimar la grandeza de los lugares de los que estamos más orgullosos asociándolos a otro país o a otra cultura. Así, la Granja de San Ildefonso es el Versalles ibérico, los Picos de Europa el Yosemite Astur y las Rías Baixas la California gallega. Con esa imponente triple fachada de 107 metros de altura y 26 pisos que recuerda inevitablemente al 55 de Central Park West, también conocido como Ghostbusters Building (¡Cazafantasmas!), se suele decir que el edificio España (hoy Hotel Riu) es el rascacielos más neoyorquino de Madrid. Pocas veces este tipo fantasías geográficas nos habían hecho tanta falta como este año, en el que, a decir de las encuestas del CIS, un sesenta y siete por ciento de españoles hemos renunciado a las vacaciones aunque estemos dispuestos a recibir un aluvión de turistas internacionales (sabe dios con qué consecuencias para la salud pública) que vengan a resucitar nuestra economía.
Con este panorama y en un Madrid abrasador, pasar una tarde en el Museo Sorolla, cuyo jardín es una recoleta y refrescante réplica de los jardines de la Alhambra, visitar el Museo de América (donde se reivindica la conquista del Nuevo Mundo con el lenguaje de 1992), dar un paseo hasta la calle Señores de Luzón (donde, créanme, hay un tramo que es literalmente Milán) o pasar la tarde en la piscina del hotel Riu (un chapuzón en NY) parecen planazos. Si Manuel Fraga Iribarne levantase la cabeza estaría orgulloso de este desarrollismo retrofuturista por el que seguimos subiendo a Instagram fotos de cuando estuvimos en Bali o en Tailandia, aunque en realidad nuestro horizonte máximo vuelva a ser el apartamento en Torrevieja. Es curioso.
Esta ciudad, capital de un reino lleno de naciones y nacionalismos, no puede coger aviones y vuelve a mirar al kilómetro cero de la Puerta del Sol para escoger una carretera radial y lanzarse a hacer un turismo interior que resucita mitos de la Reconquista (Covadonga, las rutas del Cid), el pasado íbero glorioso (Numancia, los Toros de Guisando), el legado árabe (la Alhambra), las ensaimadas (será maravilloso viajar hasta Mallorca), los hórreos (qué bonito es Combarro) y los souvenirs vintage. Es encantador redescubrir nuestro patrimonio y nuestra historia. Estaría bien que la población no confundiese este bello verano con un spot de Vox.