Madrid, notas de una reconquista a distancia

Si en el mogollón aparece un colega, cinco pasos atrás entre risas y distancia de seguridad en plan “tú, ni me toques”

Varias personas pasean el sábado por las inmediaciones del palacio Real, en Madrid.Rodrigo Jiménez (EFE)

Nada más salir de casa me encuentro a un conocido policía de balcón de mi barrio. Va de paisano. En estas calles, la verdad, no ha habido muchas comisarías de las alturas, pero una noche que volvía de tirar la basura se encendió sobre mí un enorme foco de luz procedente de la torreta de un sexto piso mientras se me proferían graves avisos. Me metí en casa corriendo, coloradísimo de la vergüenza, mientras pensaba en que nunca se tira del todo la basura. Ahora que lo tengo delante pienso que la desescalada, como la apertura gradual de un período de opresión, traerá consigo algunas ...

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Nada más salir de casa me encuentro a un conocido policía de balcón de mi barrio. Va de paisano. En estas calles, la verdad, no ha habido muchas comisarías de las alturas, pero una noche que volvía de tirar la basura se encendió sobre mí un enorme foco de luz procedente de la torreta de un sexto piso mientras se me proferían graves avisos. Me metí en casa corriendo, coloradísimo de la vergüenza, mientras pensaba en que nunca se tira del todo la basura. Ahora que lo tengo delante pienso que la desescalada, como la apertura gradual de un período de opresión, traerá consigo algunas rendiciones de cuentas a esos voluntarios que, entre obedecer y mandar, decidieron las dos cosas. No por mi parte, desde luego; si echo de menos algo en mi vida es ese rencor puntual que te deja a gusto. De hecho, cuando paso a su lado lo saludo, pero el comisario Ventanarejo ni se inmuta, y aunque tampoco le doy muchas vueltas (no me devuelve el saludo ni dios), creo que para él éramos puntos minúsculos a los que disparar por aburrimiento o por responsabilidad, espero sinceramente que por lo segundo: prefiero vivir cerca de un tonto que de un psicópata.

Se entenderá mi euforia cuando en Callao me encuentro a una amiga, me paro con ella y no hablamos del coronavirus. ¿Por qué? Nuestros cuerpos ya han abordado el asunto (no nos besamos, no nos damos la mano, ella lleva mascarilla)

Mi primera impresión de Madrid —ocho de la tarde, soleada pero no mucho— es que la están montando. Como levantar un viejo y familiar decorado y empezar a ponerle los mismos extras de siempre. Hay algo especialmente fastidioso y es que a todos nos pasa lo mismo, y por tanto en cualquier encuentro —visual o verbal— está implícito el tema. Para alguien con un poco de pudor, la situación es espantosa. Es un momento de sobreentendidos, de complicidades, de “a ver qué pasa”. Vivimos dentro de un tema de conversación. Por tanto, antes de salir a la calle hay que preparar varios subtemas (familia, pruebas PCR, mascarillas, estado de alarma, alimentación) con frases huecas y reconfortantes. Y esa despedida, “cuídate”. Seis semanas después, y cada vez que escucho a alguien decir “cuídate” sigo pensando en que hay problemas de drogas de por medio. Lo bueno es que ahora no te pueden apretar el hombro o darte una palmadita en la espalda.

Se entenderá mi euforia cuando en Callao me encuentro a una amiga, me paro con ella y no hablamos del coronavirus. ¿Por qué? Nuestros cuerpos ya han abordado el asunto (no nos besamos, no nos damos la mano, ella lleva mascarilla) y nosotros nos hemos preguntado a dónde íbamos de paseo y cuándo volvíamos en verano a Galicia. Hasta que nos damos cuenta de que estamos haciéndonos los interesantes y le pregunto qué tal sus padres “con el tema este”, rezando para que no me conteste, después de decirme que ella llegará a Portonovo en julio, que “precisamente” su madre murió ayer. Mi pequeña Meursault.

Pienso en eso, y en más cosas, mientras me reconcilio con la ciudad bajando Santo Domingo, callejeando camino a Ópera, llegando a la plaza del Cordón y tomando rumbo errático a la Puerta de Toledo a tomar mis notas. Caigo entonces en un fenómeno fascinante. Cuando la calle se embotella nos apelotonamos sin reservas, desplazándonos después como una nube de insectos de un lado a otro hasta formar un pelotón compacto que busca las mismas zonas verdes y soleadas. Pero si en el mogollón aparece un colega, damos cinco pasos atrás entre risas con la mirada complaciente de los demás (“¡distancia, distancia, se conocen!”) en plan “tú en concreto ni me toques”. Y seguís el nuevo protocolo ejecutándolo perfectamente, de tal forma que, si no te hubieses dado cuenta de que era tu mejor amigo, pudiste haberle comido la boca detrás de un seto, pero ¡ah!, distancia, distancia que te estoy viendo las partículas desde aquí.


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