Al mismo compás

En mi calle hay de todo: banderas de España con un crespón negro, camisetas blancas con mensajes en defensa de la sanidad pública, carteles hechos a mano con arcoíris llenos de colores

Madrileños aplauden desde sus domicilios a los servicios sanitarios el pasado 10 de abrilJuan Naharro Gimenez

Es complicado despegar la mirada de las pantallas ya que se han convertido en la única ventana al exterior. El otro día me preguntaba una amiga qué tal lo llevaba y le corté de raíz: no estoy escribiendo. Mi creatividad ahora mismo es inexistente, excepto por los artículos de El País que son los únicos que encienden las palabras. Para mí es sencillo: necesito de la vida para poder escribir. Y ahora mismo la vida está parada, casi muerta, y escribir sobre la vida cuando esta está enferma es un choque asegurado.

Por eso, la información que me dan las pantallas alimenta un poco el pensamie...

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Es complicado despegar la mirada de las pantallas ya que se han convertido en la única ventana al exterior. El otro día me preguntaba una amiga qué tal lo llevaba y le corté de raíz: no estoy escribiendo. Mi creatividad ahora mismo es inexistente, excepto por los artículos de El País que son los únicos que encienden las palabras. Para mí es sencillo: necesito de la vida para poder escribir. Y ahora mismo la vida está parada, casi muerta, y escribir sobre la vida cuando esta está enferma es un choque asegurado.

Por eso, la información que me dan las pantallas alimenta un poco el pensamiento de que ahí afuera todo está igual que aquí. Me permite ver el pelo blanco y precioso de mi abuela, el gato que acaban de adoptar Paola y Valeria en Buenos Aires, la risa de Chris que con tanta facilidad me devuelve lo sencillo y lo guapa que estuvo mi hermana el día que se vistió de blanco y brindamos desde el sofá. La vida sigue, me repito cada día. El mundo avanza, aunque sea despacio, pero existe movimiento.

Las pantallas también guardan otros lugares más incómodos donde la ansiedad campa a sus anchas y los debates se resumen en un «estás conmigo o contra mí». Esos intento evitarlos. Ahí sí que levanto la mirada. Tomo aire, observo la calle que solo se despierta a las ocho de la tarde, me fijo en los detalles que ya me sé de memoria. Y me he dado cuenta de algo: los balcones y las ventanas se han convertido en un muro de Twitter donde cada uno expresa sus emociones, sus luchas o sus reivindicaciones de una manera extrañamente pacífica.

En mi calle hay de todo: banderas de España con un crespón negro, camisetas blancas con mensajes en defensa de la sanidad pública, carteles hechos a mano con arcoíris llenos de colores. Hay persianas bajadas y ventanas que ya no se abren, y eso me da tanto miedo como el sonido de las ambulancias que rompe la tarde en dos. También hay plantas que no han dejado de regarse y almohadas colocadas estratégicamente en el alféizar para apoyarse sobre ellas cuando llega el aplauso. En las ventanas de mi calle hay amor, hay miedo, hay rabia y hay tristeza. Hay silencio y hay ganas de partir el ruido y sacar un sonido amable. Hay monedas que caen de canto y hay bandos que se desintegran cuando nos miramos a los ojos. Hay de todo menos bloqueos, insultos o desprecios que se amparen en la protección de una pantalla.

En mi calle, y en todas las calles del país, somos distintos y esa diferencia nos mantiene unidos, equilibrados. Porque no somos esos que discuten en las redes sociales. Somos esos que nos miramos cada tarde y nos preguntamos qué tal lo llevamos, que nos ofrecemos a hacer la compra o que aplaudimos de un bloque a otro mientras suena una canción que nos mueve al mismo compás.

Madrid me mata.

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