La cuarentena en un bajo interior: “No saber si es mediodía o las cinco de la tarde es cada día más insoportable”
La autora relata su mes y medio de confinamiento sin ver la luz del sol
Vivo en uno de los mejores barrios de Madrid y, supongo, que eso ya es motivo suficiente para pedir disculpas por adelantado. Lo cierto es que cuando alquilé hace casi cuatro años este bajo interior en el barrio de Salamanca nadie me advirtió de que esto podía pasar. Obviamente, era consciente entonces de que los anuncios de “Se alquila bajo interior pero muy luminoso” no eran más que una técnica de marketing y que donde no hay no se puede rascar.
Sin embargo, para alguien que, como yo, pasa (o pasaba) el día en una oficina, la luz solar parecía un tributo asumible que pagar a cambio de...
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Vivo en uno de los mejores barrios de Madrid y, supongo, que eso ya es motivo suficiente para pedir disculpas por adelantado. Lo cierto es que cuando alquilé hace casi cuatro años este bajo interior en el barrio de Salamanca nadie me advirtió de que esto podía pasar. Obviamente, era consciente entonces de que los anuncios de “Se alquila bajo interior pero muy luminoso” no eran más que una técnica de marketing y que donde no hay no se puede rascar.
Hasta ahora, salvo algún domingo después de salir el sábado anterior, no había reflexionado demasiado sobre lo que supone tener que vivir permanentemente con la luz artificial encendidaRaquel Suso
Sin embargo, para alguien que, como yo, pasa (o pasaba) el día en una oficina, la luz solar parecía un tributo asumible que pagar a cambio de vivir en el centro de Madrid, poder ir caminando cada día al trabajo y pagar un precio razonable por ello.
La normalidad de mis días transcurre (o transcurría) fuera del hogar; cada día salía de casa a las 8.30 de la mañana y no volvía antes de las ocho de la tarde, cuando en invierno ya es totalmente de noche. Por eso, hasta ahora, salvo algún domingo después de salir el sábado anterior, no había reflexionado demasiado sobre lo que supone tener que vivir permanentemente con la luz artificial encendida.
Ahora no hay día que no piense y sufra por ello con más intensidad que el día anterior. Desde luego, no saber si se va a poner a llover o el sol brilla con fuerza, si son las 12 del mediodía o las cinco de la tarde salvo que se mire un reloj, se vuelve cada día más insoportable.
Al principio de este encierro, tanto R.H. (mi compañera de piso, a la que arrastré conmigo a vivir aquí hace tres años) como yo prestábamos más atención a otras cuestiones sobre la vida en confinamiento, como el asegurarnos de tener suficientes provisiones para pasar la semana o el montar una oficina en el salón en la que poder desarrollar con éxito el teletrabajo. La adaptación a estas circunstancias, y la agudización de que somos, al final y al cabo, un ser vivo más, ha ido dando paso otras prioridades o anhelos y a menudo nos sorprendemos fantaseando sobre cómo sería la vida, o al menos la actual existencia, si contáramos no ya con una terraza, sino con una ventana por la que entrara el sol y nos marcara el biorritmo.
Y no es cuestión de hacer más ameno el encierro brindando con una cerveza el sol o viendo las calles ahora desiertas, es una cuestión de necesidad primitiva que se nos niega y desemboca en tristeza, tedio, cansancio e insomnio.
No digo que estos no sean sentimientos ahora generalizados en la población (tengan terraza o no) pero son mucho menos llevaderos desde la perspectiva de un patio de luces (qué incoherencia de nombre, nunca lo había pensado). Mientras tanto, mi madre dice que tome vitamina D, y yo procuro que todas las novelas que caen en mis manos estos días transcurran en días soleados.
Raquel Suso es abogada.
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