Madrid fundido a negro: la ciudad que ahora sí duerme
Ruta de madrugada por lugares donde se aprecia actividad en una capital confinada
El paseo de la Castellana, con sus seis kilómetros de largo y sus seis carriles, tiene el mismo ruido de madrugada que la plaza de un pueblo de Las Hurdes. Madrid no es Madrid. Ni de día ni de noche. Ya no hay cochazos de futbolistas llegando a la zona vip de la discoteca Kapital a la una de la madrugada, no hay cervezas en la terraza de la calle Argumosa de Lavapiés a las dos, no hay pizzas en Callao a las tres, no hay chinos vendiendo latas de cerveza en la plaza del Dos de Mayo a las cuatro, no hay pillos saltándose la cola del Tony2 a las cinco. No hay frenazos, ni robos de cartera, ni nue...
El paseo de la Castellana, con sus seis kilómetros de largo y sus seis carriles, tiene el mismo ruido de madrugada que la plaza de un pueblo de Las Hurdes. Madrid no es Madrid. Ni de día ni de noche. Ya no hay cochazos de futbolistas llegando a la zona vip de la discoteca Kapital a la una de la madrugada, no hay cervezas en la terraza de la calle Argumosa de Lavapiés a las dos, no hay pizzas en Callao a las tres, no hay chinos vendiendo latas de cerveza en la plaza del Dos de Mayo a las cuatro, no hay pillos saltándose la cola del Tony2 a las cinco. No hay frenazos, ni robos de cartera, ni nuevas parejas caminando por Gran Vía. Ahora se ve, por ejemplo, un jabalí saltándose el confinamiento para ir a clase por Ciudad Universitaria o a un par de conejos buscando aparcamiento en el parking de salidas de la T4. Madrid se ha apagado, aunque todavía centellean algunas luces en la madrugada. Hacia ellas nos dirigimos.
2.00, Víctor en el crematorio
A pocos metros de donde descansan Lola Flores, Alfredo Di Stefano, Jesús Gil, Manuel Machado o el mismísimo Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal, está despierto Víctor García, un malagueño de 30 años que desde hace un mes tiene un nuevo horario en el trabajo. “Mi mujer no lleva muy bien que esté aquí en estos momentos, pero estamos para ayudar en lo que hace falta”.
― ¿Ha incinerado algún famoso?
― Sí, claro, y a la madre de algún amigo.
Víctor, vestido con un uniforme azul oscuro impoluto, camisa a juego, y unos guantes rojos preparados para altos hornos que casi le tocan el codo, trabaja desde hace un mes de madrugada. De diez de la noche a cinco de la mañana en el crematorio del cementerio municipal de la Almudena. El Ayuntamiento impuso un turno de noche a los funcionarios para que los hornos estuvieran funcionando las 24 horas. Si en Madrid fallecían de media en un mes de marzo cualquiera 70 personas al día, el marzo de 2020 ha dejado picos de hasta 320 muertos en una sola jornada.
“Nunca hemos tenido un volumen de trabajo semejante. Jamás”. Por eso, algunas funerarias se han llevado cuerpos de Madrid a tanatorios de Huelva y Murcia para que sean incinerados cuanto antes. “Lo que más miedo me da es contagiarme porque mi mujer está embarazada”. Víctor se hizo las pruebas el lunes. Dio negativo. “Ahora igual lo tengo porque nunca se sabe”.
Cada horno puede realizar entre siete y ocho cremaciones al día. La maquinaria, eso sí, necesita descansar al menos tres horas para que no sufra ningún desperfecto a la jornada siguiente. “Nuestro trabajo consiste en manejar muy bien los aires que emitimos para controlar que no contamine. Los féretros no se abren. Se quema todo”.
― ¿Quiere que le incineren o que lo entierren?
― Que me quemen, no quiero que me coman los bichos.
Esta noche se ha llevado fajitas para cenar. “Sí, porque siempre hay hambre”. Dice que en el turno de este martes están él y otro compañero que mata el tiempo escuchando música. Él, no. Él prefiere oír el silencio del cementerio de La Almudena mientras se prepara un pitillo de liar a las dos de la mañana. En cuatro horas abrirá de nuevo la puerta de casa. “Ahora, por suerte, no tengo ningún problema para dormir”.
3.00. Hogar en el aeropuerto
Los aviones permanecen varados en pista. Pájaros que no alzan el vuelo. Ni rastro de pasajeros ni tripulaciones. Solo el cielo estrellado que, de repente, se encapota y descarga un torrente de agua sobre la bóveda acristalada de la terminal 4 del aeropuerto de Barajas. El sonido de la lluvia parece la música de fondo de un escenario vacío y sin vida. Los pasillos se alargan hasta el área muerta de embarque. No se ve un alma. Hasta que comienza a escucharse el motor renqueante de un carrito abrillantador de suelos. El mantenimiento de la terminal continúa bajo mínimos. Un guarda repeinado vigila la única puerta de acceso del área de llegadas. En salidas, una vigilante con malas pulgas custodia las dos hojas de una puerta automática. Su trabajo consiste en ahuyentar a las decenas de sin techo que viven aquí. Algunos llevaban una década haciendo vida en ese pequeño universo efímero, haciéndose pasar por viajeros que han perdido el vuelo. La mayoría, de mal humor, frustrados por alejarse del lugar que mejor conocen, se fueron a albergues. Un reducto se ha quedado merodeando en el parking, incapaces de despegarse de su hogar de parias invisibles, donde solo los reconocen y los ignoran los empleados de la terminal.
La puerta del baño de señoras se abre tímidamente. Asoma el ojo de un humano. Es Manuel Infante, un hombre de 74 años, que lleva la boca protegida por una mascarilla que le dio la policía.
—Pasen, pasen. Aquí cabemos más.
El señor Infante dormita en el aseo femenino junto a un carrito de la limpieza. Lleva dos años sin salir de la T4. Antes pasó otros dos en la T1, pero se cansó de las peleas etílicas, las bullas por un par de euros. Y se vino a este nuevo espacio donde rigen unos códigos de conducta más sanos. Él estuvo preso en el pasado. Ahora su hijo está preso por alunizar en perfumerías. El chico sale en mayo, junio o julio. Infante tendrá entonces una excusa para salir ahí fuera. Pisar el exterior no es una prueba sencilla para los que han hecho del aeropuerto un hogar. Ellos ya estaban confinados antes de que todo esto ocurriera. Fueron pioneros.
4.00. Los tipos duros también tienen miedo
Las luces pegan de lleno en el umbral de la unidad de Urgencias del hospital de La Paz. La profusión de luminosidad le da un aspecto irreal. Celadores envueltos en trajes especiales y pantallas de plástico que les protegen la cara empujan sillas de ruedas de enfermos. A veces llega una ambulancia, descarga a un paciente y se vuelve a marchar. La escena la contempla el personal sanitario que ha salido a fumar un cigarro o a tomar un rato el aire mientras trastea en el móvil. Caras cansadas y machacadas por esta continua huida hacia adelante. Son las cuatro de la mañana, pero aquí la hora no tiene mucha importancia. El tiempo se mide por el apremio de los pacientes. Y eso, ahora mismo, no cesa. La urgencia es la normalidad. El estado de excepción es la regla.
De guardianes de todo esto, dos hombres grandes y viriles, los que cualquiera querría a su lado en el patio del colegio. Se llaman José Manuel y Roberto. El rapado le da a uno de ellos un aspecto fiero. Pero en el fondo, son dos personas asustadas, como todos. “No acojona un poco entrar ahí, acojona bastante. En cuanto requieren nuestra presencia entramos, casi a pecho descubierto. Al poco de estar ya te dices a ti mismo: chico, vete”, dicen, señalando el edificio. Les avisan cuando se produce algún altercado, algo nada excepcional en unas Urgencias. El nerviosismo de todos se ha disparado estas semanas. A veces tienen que visitar una habitación porque un paciente infectado se quiere ir. Entonces contemplan sus ojos asustados, su incertidumbre, y no pueden sino compadecerse. Podrían ser ellos dentro de nada. Pero les tranquilizan y les dicen que se queden, porque es lo mejor para ellos y para todo el mundo. Es la verdad.
6.00. El pan de Dionisio: “¿A dónde voy a ir a las seis de la mañana?, ¿a pasear?”
Faltan 15 minutos para que den las seis de la mañana y el madrileño Dionisio del Amo, de 63 años, aparca el coche cerca del paseo de Delicias, a 15 minutos a pie de la estación de Atocha. “Madrid Central no debería funcionar estos días para los que necesitamos ir a trabajar y tenemos un coche antiguo”. La panadería América es toda una institución en el barrio de las Letras desde 1979. “Este pan es único”. El secreto ya es otra historia. “Hay muchos tutoriales en YouTube. Ahora todos son panaderos, pero eso no es pan”.
Dionisio dice que echa en falta encontrarse con algún borracho. “Yo venía por la mañana, subía la cuesta de la calle de Atocha y el único que estaba sobrio era yo”. Ya no. Ahora solo se cruza con algún policía que le da el alto. “¿A dónde voy a ir a las seis de la mañana?, ¿a pasear?”.
Esta panadería huele desde primera hora a la harina que se echa en falta en la despensa de los hogares. Y a cruasán de dulce de leche, a rosquillas, a barquillos, a magdalenas, a pastas de té, a pan de chapatón, a baguette. “Está siendo una locura. Si antes vendíamos 300 panes al día, ahora vendemos unos 700”, cuenta el socio Juan Manuel Camián, de 40 años.
Aún así, la plantilla ha sufrido un ERTE porque el horario se ha reducido a la mitad. Si antes abrían hasta las diez de la noche, ahora la puerta se cierra a las cuatro de la tarde. “El miedo que tengo es lo que vendrá cuando todo esto pase, el petardazo económico va a ser brutal”, cuenta Dionisio. A Juan Manuel el cambio que más le ha sorprendido ha sido la actitud de la clientela. “La gente es más afable, más cercana. Nos cuentan los problemas”. Dionisio, sin embargo, quiere que todo sea como hace 30 días. “Echo mucho de menos el ruido ese de Madrid”.
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