7 grandes discos de músicos madrileños para escuchar en casa
Esta semana no nos vamos de conciertos, claro. Pero nos hemos procurado una música estupenda
En tiempos de reclusión, nada como recuperar el gusto por el fonograma. Sí, esos objetos llamados elepés o cedés, en su día preciados y apreciados. Está bien: si el formato físico le parece una antigualla, es libre de seguir privándose de uno de los mayores placeres que ha concebido el género humano. Pero su plataforma favorita de streaming también le servirá para secundar esta humilde propuesta: reescuchar, o descubrir, siete grandes discos de todos los tiempos a cargo de artistas de esta santa meseta. La ordenación es cronológica, pero, evidentemente, pueden reformularla a placer.
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En tiempos de reclusión, nada como recuperar el gusto por el fonograma. Sí, esos objetos llamados elepés o cedés, en su día preciados y apreciados. Está bien: si el formato físico le parece una antigualla, es libre de seguir privándose de uno de los mayores placeres que ha concebido el género humano. Pero su plataforma favorita de streaming también le servirá para secundar esta humilde propuesta: reescuchar, o descubrir, siete grandes discos de todos los tiempos a cargo de artistas de esta santa meseta. La ordenación es cronológica, pero, evidentemente, pueden reformularla a placer.
Lunes
Los Brincos (II), de Los Brincos (1966)
Fernando Arbex vivía en la calle de Almagro, en pleno Madrid finolis, pero le obsesionaban los fab four. De acuerdo, los Beatles provenían del lumpen y Los Brincos lucían capas castellanas, pero Arbex también tenía un contrapeso a la hora de escribir, Juan Pardo, junto al que constituyó una sociedad a lo Lennon/McCartney. Añadan a Antonio Morales Junior, “un chaval a lo Cliff Richard”, y a un batería pipiolo, Manolo González, amante de la discografía de los Shadows. El álbum se grabó en Milán bajo la dirección musical de Maryní Callejo, absoluta pionera del pop español. Y es tan rematadamente bueno (Mejor, Borracho, Lo que yo quiero) que cuesta imaginarlo de aquella España aún pacata.
Martes
Heliotropo, de Vainica Doble (1973)
Nadie las comprendió entonces: fueron un milagro iconoclasta e irrepetible. Dos mujeres de perfil inaudito, que se conocieron en una parada de bus en la Universitaria y eran lo menos parecido a unas estrellas del rock: ama de casa con marido pintor y una chica del barrio de Salamanca que aún vivía con su madre. Solo ellas podían escribir locuras como Coplas del iconoclasta enamorado. Gloria y Carmen; Van Aersen y Santonja. Amor eterno.
Miércoles
Señora azul, de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán (1974)
Cuatro genios indiscutibles: todas las clasificaciones sitúan hoy esta maravilla como uno de los momentos culminantes del pop en español, pero en 1974 casi nadie se dio por aludido y el cuarteto se resquebrajó, por aquello de la colisión de egos, sin llegar a ofrecer un solo concierto. No prestó atención ni la censura: María y Amaranta era una clamorosa historia de amor lésbico, un gol por la escuadra. Solo pienso en ti o el tema central (una andanada contra la crítica musical), de Rodrigo, Si pudieras ver (Guzmán), El vividor (Cánovas) o Don Samuel Jazmín (Adolfo) son obras maestras de nuestros particulares Crosby, Stills, Nash & Young.
Jueves
La Romántica Banda Local, de La Romántica Banda Local (1978)
Una maravillosa anomalía, con una ilustración costumbrista de la calle de La Palma como portada y contraportada. El fruto cultureta de dos amigos del colegio Chamartín, Carlos Faraco y Fernando Luna. Este último escribió la hilarante No me gusta el rock (“No me gusta el rock / Que me den música country”), travesura por la que el Mariscal Romero acabó rebautizándolos como “La romántica caca local”. Por favor, escuchen El bus o Cruzando Atocha: son el retrato del Madrid pre-Movida.
Viernes
La Mandrágora, de Krahe/Sabina/Pérez (1981)
Suena a magnetófono, a pleistoceno, pero aquel sótano de La Mandrágora –el tugurio de la Cava Baja por el que asomaban los enteradillos de la canción de autor– fue escenario de una simbiosis prodigiosa. Javier Krahe, nuestro Brassens cáustico, curtido en el café La Aurora; el sentimental Alberto Pérez y el crápula Joaquín Sabina, que se apuntaba el mayor triunfo de cada noche con una canción que quizá les suene: Pongamos que hablo de Madrid.
Sábado
Salitre 48, de Quique González (2001)
El título es la dirección de Lavapiés donde González (Madrid, 1973) residió dos años y fue registrando sucesivas maquetas que no llegaron a regrabarse: imposible igualar su emoción. El añorado periodista Nacho Sáenz de Tejada, entonces director artístico de Universal, vio claro que no había que cambiar una nota. Salitre, la canción, es fabulosa; Permiso para aterrizar, pequeña y encomiable; y De haberlo sabido, un encargo para una argentina, Claudia Brant, que Quique nunca se atrevió a enviar a quien tenía en mente: Luz Casal.
Domingo
Un día en el mundo, de Vetusta Morla (2008)
Nacieron en un instituto de Tres Cantos, que no parece el epicentro del glamur, y porfiaron durante una década sin que no sucediera prácticamente nada. Si alguien le dice que fue el gran descubridor de Vetusta Morla, desconfíe: la suya es una historia de perseverancia y amor propio. Seis tipos testarudos que mantuvieron la fe, pese a que sus dos tímidos epés anteriores no trascendieron y ninguna discográfica les fichó para este debut. Asombra reparar en ello, porque no incluía una sola canción por debajo del sobresaliente y ha influido a docenas de bandas españolas durante estos últimos años. Aquí aparece Copenhague, compuesta por Guille Galván durante un Interraíl del verano de 2005, sobre dos viajeros “que no acaban de encontrarse”, con guiño incluido a Alicia en las ciudades (Wim Wenders). Una curiosidad inédita: el ruidito que sirve de patrón rítmico en la segunda estrofa es un caballito infantil que Galván y el otro guitarrista de la banda, Juanma Latorre, grabaron en el Mercado de la Cebada.