Aquella pulsera de niña que requisó el jefe del campo de concentración

Vecinos de Celanova (Ourense) persiguen en Asturias el rastro de las familias de siete asesinados por falangistas antes de abrir la fosa con sus restos. El acta de defunción no habla de fusilamiento, sino de “hemorragia”

El vecino de Gijón represaliado en Celanova Abelardo Félix Suárez del Busto (a la derecha, con una bota), en una foto familiar de antes de la guerra.Archivo de Gracia Gutiérrez

En la carta que envió Marcelino Fernández a su hija Josefa desde el campo de concentración de Camposancos (A Guarda, Pontevedra) el 23 de septiembre de 1938, permanecen indelebles los picotazos de la aguja con la que el preso de 21 años había cosido al papel una minúscula pulsera de niña. Era un brazalete grabado, hecho con chapitas. Lo había confeccionado, explicaba en la misiva, sin más herramienta que su propia voluntad: “Haciendo de alicates mis cariñosos dientes de marfil”, describía el chico. Después sufrió un i...

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En la carta que envió Marcelino Fernández a su hija Josefa desde el campo de concentración de Camposancos (A Guarda, Pontevedra) el 23 de septiembre de 1938, permanecen indelebles los picotazos de la aguja con la que el preso de 21 años había cosido al papel una minúscula pulsera de niña. Era un brazalete grabado, hecho con chapitas. Lo había confeccionado, explicaba en la misiva, sin más herramienta que su propia voluntad: “Haciendo de alicates mis cariñosos dientes de marfil”, describía el chico. Después sufrió un intenso dolor de boca, reconocía, pero “todo” lo podía “soportar” si era para su hija de un año, a la que quería “de corazón”. Aquella pulsera jamás llegó a su destino, el número 13 de la calle Covadonga de Gijón. Al pie de la hoja manuscrita, una nota a máquina con sello de la censura militar informaba de que el regalo infantil había sido confiscado por el jefe de uno de los más espantosos escenarios de la represión franquista en Galicia.

Nota de la censura, informando de la requisa de una pulsera, en una carta de Marcelino Fernández desde el campo de concentración de Camposancos.Archivo Josefa Fernández

En Camposancos se celebraban consejos de guerra y se mataba. Pero de tanto fusilamiento que allí se perpetraba, cuenta Hixinio Araúxo, secretario del Comité de Memoria Histórica da Comarca de Celanova (Ourense), los asesinatos dejaron de “producir el efecto deseado” en la población y las fuerzas franquistas que dominaban Galicia decidieron diversificar su escaparate del horror. Repartieron a los presos por otras cárceles improvisadas, y una se instaló en el monasterio de Celanova. Allí fue trasladado Marcelino Fernández García, que había sido apresado cuando aún era menor de edad en uno de los barcos que trataron de escapar a Francia desde Gijón, con 12.000 republicanos a bordo, cuando cayó el frente de Asturias en octubre del 37.

Con Marcelino —el joven mecánico que arreglaba máquinas de escribir y que había dejado en tierra a su esposa, Oliva Gutiérrez, y a su hija de un mes, Josefa— en marzo del 39 fueron conducidos al penal ourensano otros presos políticos. Todos se habían echado desesperadamente al Cantábrico la misma noche de otoño, en pesqueros y cargueros desbordados de muchachos que habían luchado en el bando republicano. El Comité de Memoria de Celanova tiene identificado ahora, sobre la hierba del cementerio parroquial de San Breixo, el lugar exacto en el que se hallan enterrados siete de ellos.

Carta de Marcelino a su hija desde el campo de concentración de Camposancos en 1938.Archivo familiar

Por la documentación localizada en el Archivo Militar de Ferrol, se sabe incluso el supuesto orden en el que yacen en la fosa, que se cree intacta. No es esto algo común, ni en otras partes ni en Celanova, donde la mayoría de los represaliados habían sido paseados hasta otros lugares de siniestro recuerdo como el Alto do Furriolo (ayuntamiento vecino de A Bola). El objetivo del Comité es abrir la fosa de los asturianos en 2022 dentro del nuevo plan del Ejecutivo, pero la primera meta de estos vecinos de Celanova es encontrar a los descendientes de las víctimas. Para eso trabajan ya en colaboración con la Dirección General de Memoria Democrática del Gobierno del Principado.

“Hemorragia interna y externa”, ese fue el diagnóstico del médico aquella mañana del 22 de septiembre de 1939 cuando lo llamaron para certificar la defunción de aquellos siete presos del frente asturiano que habían ido a parar a la llamada Prisión Central de Celanova. Los cadáveres que se encontró junto a la tapia, además del de Marcelino Fernández, fueron los de Baldomero Vigil-Escalera Vallejo, pintor de 19 años; Guillermo de Diego Álvarez, chófer, de 25; Alfonso Moreno Gayol, el mismo oficio y un año más; Abelardo Suárez del Busto, albañil, de 28; Belarmino Álvarez García, minero, de 29; y Mariano Blanco González, litógrafo, de 36. Alfonso era un salmantino que luchaba en Asturias y los demás, naturales de Gijón, de Mieres y de Sama de Langreo.

La visita estival de la Bandera de Falange de Marruecos

Sus verdugos estaban, como se suele decir, de paso. Fue un pelotón de la Bandera de Falange de Marruecos, una unidad paramilitar que durante un par de meses asumió las funciones de “juzgado eventual” en la localidad. Fue “un tiroteo indiscriminado”, insiste Hixinio Araúxo, pero era habitual disfrazar sobre el papel el asesinato como si fuera una enfermedad. Si ese día, a las siete de la mañana, se había producido en la prisión de guerra una suerte de emidemia hemorrágica, certificados de un par de meses antes, como el de Cándido Alonso, jornalero zamorano de 33 años, hablaban de “anemia”. Por eso es, por ejemplo, que la esposa de Abelardo, fallecida solo hace tres años, “pensaba que su marido había muerto en la cárcel de una perforación de estómago”.

Porque entre las dos familias que han aparecido desde que el Comité las busca, la primera en aflorar ha sido precisamente Gracia Gutiérrez, nieta de Abelardo Suárez del Busto, apresado a bordo del pesquero Gaviota. Hace ya más de una década que ella empezó a preguntar en foros de víctimas de la guerra por su abuelo, pero lo llamaba por su segundo nombre de pila, Félix, y eso, reconoce Araúxo, tenía “despistado” al Comité de Celanova porque no aparecía en su lista. A principios de octubre, buscando en Facebook, Gracia encontró los apellidos que perseguía, el día 5 visitaba el cementerio y tocaba al fin la hierba que crece sobre la fosa. Igual que Josefa, no tiene constancia de que su abuelo militase en ningún partido y cree que lo condenaron por una denuncia falsa.

Josefa Fernández ha sido la segunda pariente en salir a la luz. Recibió la noticia el fin de semana pasado y ahora está “deseando” que le recojan la muestra de ADN: “Estoy impaciente, se perdieron muchos años. Cómo les hubiera alegrado vivir este momento a mi madre y a mi primo, que tanto buscó”. El bando franquista nunca les notificó la muerte violenta de Marcelino, pero ella y su madre se enteraron por la carta de un compañero de celda. Muchos años después, llegaron a visitar Celanova en busca de un pedazo de tierra sobre el que ponerle flores, pero entonces en el pueblo no supieron ayudarles. “Nunca lo vais a encontrar, aquí a todos los enterraron por el monte”, recuerda la hija que le dijeron.

Ha tenido que esperar a cumplir 83 años (y un mes, justo la edad que tenía cuando el barco de su padre fue interceptado) para cerrar la historia que marcó su vida y atormentó a su madre hasta la muerte. “Enviudó a los 20 años y nunca volvió a casarse ni a tener novio”, cuenta Josefa por teléfono desde su casa de Gijón: “Cuando nació la nieta, todas las noches dormía con la niña y seguía hablándole del abuelo”. Oliva falleció con 74 años, “amargada” por la pérdida y por no haber encontrado jamás, a pesar de su búsqueda, los huesos del amor de su vida. Leía y releía las viejas cartas y eso la torturaba todavía más: eres “la mujer que he elegido, que he querido y sigo queriendo desde mi niñez”, le escribía su jovencísimo esposo el 24 de agosto del 38 desde Camposancos. “Nunca contábamos estar separados, hemos hecho un matrimonio feliz y alegre. Pero llegó lo que no se esperaba”.

Única foto de Marcelino Fernández García, asesinado con 21 años en 1939 en Celanova.Archivo familiar

Marcelino jamás envejeció en el recuerdo de las mujeres de su casa: ha sido eternamente ese chico con cara de niño del que solo tienen un retrato, el emblema de una vida de pareja que acababa de empezar cargada de ilusiones. Mirando esa foto, Oliva enseñó a Josefa a decir “papá” y a darle besos. El padre, mientras tanto, le escribía cartas a la pequeña, le decía que soñaba con ella, con el día en que nació, y una vez le mandó un poema en el que le pedía que pusiera mucho los ojos en su retrato: “Ponlos, sí, pero no llores”.

Disparos que venían del suelo

Del fugaz paso de los falangistas de la Bandera de Marruecos quedaron dos huellas en Celanova. “Una invisible, bajo tierra, que son los fusilados”, describe Hixinio Araúxo, “y otra visible, en lo alto del monte, que es la cruz [de los caídos] que inauguraron en agosto de 1939″. El símbolo aún sigue hoy dominando el valle desde el Outeiro da Obra. También perdura en la memoria de algunas familias de víctimas la manera de entretenerse que tenían aquellos carceleros de campaña estival en Ourense. En la prisión, “los falangistas dormían en el piso de abajo y los presos, arriba” relata el secretario del Comité de Memoria. “Se divertían pegando tiros” a través de la tarima, a ver si acertaban. “De eso tenemos testimonios orales, como el de un hombre que salvó la vida porque le dieron en el brazo”.

La cárcel “permaneció abierta hasta el año 43 y hay documentadas unas 80 muertes”, la inmensa mayoría paseados. Encontrarlos no va a ser tan fácil, pero “cuando abres una fosa abres otras cosas, y la gente habla”, afirma Hixinio Araúxo. Él, sin ir más lejos, supo que existía la fosa de los asturianos cuando exhumó a su abuelo, fuera del camposanto.

En el tiempo que duró el cautiverio de Marcelino, la familia buscó debajo de las piedras algún certificado de buena conducta para conseguir un indulto. En los 80, cuando Oliva peleaba para cobrar la pensión que le correspondía como viuda de guerra, se enteró de que la condena había llegado a ser conmutada por una pena de solo tres años. Josefa cuenta que su padre no militaba en ningún partido, pero que el padre de Marcelino sí. A José María Fernández lo llamaban “el Socialista”, y fue asesinado junto a un policía, por guardias civiles, “el mismo día que estalló la guerra”. Tres años después, al hijo no le sirvió de nada aquel indulto. Su terca mala suerte cruzó su camino con la guarnición de la Bandera de Falange de Marruecos y ahí se acabó todo.

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