Este 23-J, la presidenta soy yo
La corresponsal de EL PAÍS en la Región de Murcia cuenta su experiencia como presidenta de una mesa electoral
Ya me ha tocado trabajar unas cuantas jornadas electorales antes, pero ninguna desde la responsabilidad que tengo hoy: la de estar en la mesa electoral. De presidenta, ni más, ni menos. La noticia me la dio una cartera un jueves de finales de junio a las cuatro de la tarde, lo que, viviendo en Murcia, tiene su mérito. Me preguntó mis datos y me lo soltó sin anestesia: “Notificación electoral. Le ha tocado presidenta de mesa”. Mi cara debió de ser similar a la de Àngels Barceló al enterarse de la fecha de las elecciones, ...
Ya me ha tocado trabajar unas cuantas jornadas electorales antes, pero ninguna desde la responsabilidad que tengo hoy: la de estar en la mesa electoral. De presidenta, ni más, ni menos. La noticia me la dio una cartera un jueves de finales de junio a las cuatro de la tarde, lo que, viviendo en Murcia, tiene su mérito. Me preguntó mis datos y me lo soltó sin anestesia: “Notificación electoral. Le ha tocado presidenta de mesa”. Mi cara debió de ser similar a la de Àngels Barceló al enterarse de la fecha de las elecciones, porque me preguntó que si tenía previsto el viaje de mi vida para ese día. “No, no. Es que tenía trabajo. Soy periodista”. “Pues lo va a vivir desde bien dentro”, me dijo, partiéndose de risa. A mí me hizo menos gracia.
Mi presidencia no ha empezado este domingo, sino el viernes por la noche, con una charla de formación de dos horas y media. Lo bueno es que fue en la universidad: siempre es bonito viajar 20 años atrás en el tiempo. Cuando acabó el cursillo, me entregaron un maletín electoral. Según el funcionario que da las instrucciones, no hay ninguna copia y, sin él, no se puede constituir la mesa y sin mesa, no se puede votar. En mi mesa hay censados 786 ciudadanos. O sea, que en mis manos estaba el derecho a voto de 786 personas. El camino de vuelta a casa lo hice como si el maletín llevara 786 millones de euros, ¡qué mal rato!.
Pero he conseguido tenerlo a salvo, y este domingo, a las ocho en punto, el maletín y yo hemos entrado por la puerta del colegio electoral, que en este caso, no es un colegio, es un centro social de mayores. De todas maneras, los mayores y los niños están muy cerca y se entienden fenomenal.
Como presidenta, esta mañana he tenido que constituir la mesa (que, básicamente, consiste en rellenar un papel con mi nombre y el de los otros dos vocales), pegar carteles con el número de distrito, colocar las papeletas (que tienen que estar en las mesas y cabinas en un orden que establece la junta electoral) y atar un boli con una cuerdecita para que la gente pueda usarlo para rellenar la papeleta del Senado sin que luego se le olvide devolverlo. Y, a las nueve de la mañana, ha arrancado la jornada “con total normalidad”.
Un señor llevaba por lo menos 20 minutos esperando en la puerta y ha llegado, sobres en mano, a mi mesa, diciendo a los cuatro vientos que iba a ser el primer votante del día. Pero ha resultado que no le correspondía aquí, y le ha tocado cambiar de mesa y ser el tercero o el cuarto. Primera anécdota del día. Media hora después, ya no parecía ni anécdota: la cantidad de gente que hace cola en una mesa que no es la suya es, cuanto menos, sorprendente.
A las nueve y cuarto, han empezado a llegar a las inmediaciones de mi mesa bastantes compañeros de medios de comunicación. Periodistas, fotógrafos, cámaras, reporteros. Me he emocionado un poco y ya iba a arrancarme con un “gracias, amigos, qué despliegue, no hacía falta”, cuando ha entrado en el local el cabeza de lista del PP al Congreso por la Región de Murcia, Luis Alberto Marín. Que ha votado en mi mesa. No tenía ni idea de que era mi vecino, se está perdiendo la vida de barrio. Aunque el voto es secreto, no he podido evitar pensar con un poquito de malicia: “Este ya sé a quién ha votado”.
Por lo demás, normalidad democrática. De todos los votantes que han pasado por la mesa, casi 350 a las dos de la tarde, mi favorito, sin duda, ha sido un hombre ya en la treintena, con ropa deportiva y sombrero, que se ha plantado visiblemente emocionado delante de la urna y nos ha dicho: “¡Qué nervioso estoy! ¡Estoy muy ilusionado! ¡Tengo muchas ganas de votar!”. Le temblaba el pulso al meter los votos en la urna. Me ha parecido un amor por la democracia maravilloso. A los que tenían 18 recién cumplidos, no los he visto, en cambio, tan ilusionados.
Un apoderado nos ha traído almendras; una mujer se ha quejado intensamente de lo mal organizado que está eso de tener que meter el sobre blanco en la urna blanca y el sobre sepia en la urna sepia; cuatro niños han metido el voto de sus padres en las urnas y a otros dos (hermanos) no los ha dejado el padre; un hombre nos ha dado el pésame por estar en la mesa; aproximadamente la mitad se han quejado del calor, y el policía nacional que nos está acompañando en la jornada se llama Antonio.
Tras el cierre, ahora toca contar los votos, rellenar las actas, llevarlas al juzgado. Pero creo que, al final, tampoco está tan mal esto de la mesa. Puede que exagerase con la cara que le puse a la cartera. Al fin y al cabo, estoy contribuyendo a la fiesta de la democracia. Esta noche se conocerá a la persona que, entre todos, hemos elegido para gobernar el país. Pero, en mi mesa este 23-J, la presidenta soy yo.
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