Galicia en un metro cuadrado: escenas desde la universidad, el puerto y el carnaval
Estudiantes, marineros y jóvenes de fiesta describen su futuro laboral, el miedo a la emigración o la agonía de un mar que cada vez da menos
En uno de los momentos tensos del debate que mantuvieron en campaña, el día 5, la candidata del BNG y el del PP, Ana Pontón se giró, miró a Alfonso Rueda ...
En uno de los momentos tensos del debate que mantuvieron en campaña, el día 5, la candidata del BNG y el del PP, Ana Pontón se giró, miró a Alfonso Rueda y le dijo: “En Galicia el paro es más bajo que en el resto de España porque 200.000 jóvenes se han ido en los últimos años”. La frase, en una tierra que lleva expulsando jóvenes toda la vida, sonó a barco, maletas de cartón y despedidas. Un sábado de febrero, mientras media Galicia está paralizada por el carnaval, tres jóvenes de los que no quieren marcharse salen de la biblioteca Concepción Arenal de Santiago de Compostela.
“Emigrar debe ser opción, no obligación” (biblioteca universitaria, Santiago)
Cristian Leiro, de Caldas de Reis, hace una pausa tras una tarde frente a los apuntes de una oposición al Ministerio de Hacienda. “Tenemos el paro más alto de Europa y cuando empezamos con las prácticas, las condiciones laborales que te presentan son frustrantes. Sí, tengo miedo al futuro”, remata. Cristian, de 23 años, se queja de su trabajo como becario, al que dedica 40 horas semanales y por el que cobra por debajo del salario mínimo. “Las empresas y los caseros tienen demasiado poder”, resume. Cuando escucha la palabra “casero”, su compañera Clara Otero, que inicialmente no quería hablar, salta como un resorte: “Con los sueldos que se pagan en Galicia es muy difícil independizarse. Para que dejen de marcharse los jóvenes, deberían actuar sobre el precio de los alquileres, que se han disparado en ciudades como Santiago”, dice sobre una comunidad autónoma con un salario 150 euros por debajo de la media nacional. Su compañera Cinthia Piñeiro estudió periodismo y ahora hace un curso de formación mientras ahorra para un máster en Madrid para el que necesita 10.000 euros. “Casi todos mis compañeros de la universidad se marcharon a Madrid y alguno a Barcelona. Allí siempre termina saliéndote algo. Emigrar debe ser una opción y no una obligación”, sentencia.
Detrás de los jóvenes, sale de preparar un doctorado en Filosofía Ricardo González, de 35 años y de Rianxo, un pueblo de mar a 45 minutos de la biblioteca. “La mayoría de mis amigos están fuera de Galicia. Terminan de estudiar y se van. Las fábricas cierran y la industria que teníamos está desapareciendo. Es urgente un plan de reindustrialización para Galicia”, resume.
Este domingo podrán votar por primera vez 86.000 jóvenes que prácticamente solo han conocido un Gobierno del PP. Ellos suponen el 4% del censo electoral, frente a un 25% de pensionistas. En ese 4% de jóvenes primerizos están, según el CIS, los más interesados por la política, pero también el mayor número de indecisos y abstencionistas. Los datos confirman que el único debate en el que participó Rueda con los principales candidatos batió récord de audiencia entre la gente más joven, aunque en una improvisada encuesta a las puertas de la biblioteca, solo uno de los cinco estudiantes elegidos al azar lo vio y no recuerda una propuesta dirigida a los jóvenes. A punto de empezar a llover, Ana González, de 24 años, sale a fumar un cigarro después de una tarde gris dedicada a terminar su tesis en Sociología. Para Ana, nacida en Vigo, frenar la salida de jóvenes solo es posible con inversión en I+D. “De las universidades de Santiago o de Vigo están saliendo algunos de los mejores investigadores con proyectos punteros y de vanguardia, pero no hay recursos para su contratación”, dice. Pase lo que pase este domingo, Ana ya ha decidido que en pocos meses se marchará de Santiago a alguna capital europea.
“La pesca muere con nosotros” (Puerto de O Grove, Pontevedra)
No hay bar de copas en Madrid que sirva orujos, whiskys y brandis a la velocidad que lo hace la taberna del puerto de O Grove a las seis de la mañana. Unos llegan del mar, otros se preparan para zarpar, y otros más esperan a que amaine el temporal. Hombres rudos, con manos como panes de Cea y arrugas del sol cuando este ni siquiera asoma. “Esto muere con nosotros”, dice, señalando el mar, Antonio Oubiña. “Sí, cómo el narco”, se adelanta a la bromita mil veces repetida. Oubiña limpia y desenreda un día más una pesada red que levanta a pulso. Es hijo y nieto de marineros que un día llenaron un puerto en el que cada vez hay menos gente. “Antes tenía fila de marineros para trabajar y ahora solo cuento con un ayudante peruano”, dice sin levantar la vista de la red.
“Son muchas horas para un trabajo que deja un sueldo justo para ir tirando. Hay que pagar autónomos, seguros del barco, de vida, de responsabilidad civil... Pagamos hasta una tasa por el mantenimiento de señales luminosas en el mar”, enumera. Oubiña pesca choco y centollo, pero la temperatura del agua ha subido de tal forma en los últimos años que las capturas han caído de forma dramática. “En 10 años, la mitad de los barcos que ves habrán desaparecido”, augura. Cuando ellos no estén, todo se llenará de veleros, catamaranes y barcos desde los que se ve el fondo marino.
El mar bate picado y amenazante. La borrasca Karlotta, que en O Grove se sintió como un huracán, acaba de pasar y ha obligado a la flota a permanecer cuatro días amarrada. En mañanas así, recoger testimonios a pie de puerto es una sucesión de dramas. Sobre la cubierta de O’ Tornado, José Antonio Estévez y su hermana Beatriz preparan los aparejos para la captura de la ostra. Uno faena y carga y otra transporta y vende. Y al revés. “El año pasado murieron el 85% de las ostras”, dice José Antonio. Un cambio en la salinidad del mar mató prácticamente toda la producción de un molusco de altísima calidad gracias al plancton único de la ría. Un problema que pocas veces sale del puerto, pero que ha arruinado a cientos de mariscadoras y ha dejado herido de muerte el sector del mejillón y la ostra. “Nuestra ostra es mejor, pero los cambios en el mar y la competencia desigual nos están arruinando”, dice Beatriz. “Estamos intentando recuperarnos, pero nos obligan a tantos controles que es imposible ser competitivo. El mercado está lleno de productos de fuera que no se someten a las mismas exigencias”, añade José Antonio sobre el pulpo de Marruecos o la ostra de Francia. “En el caso de Francia, sus aguas las dan por certificadas y no les obligan, como a nosotros, a pasar por depuradoras que no solo destrozan la ría con los vertidos, sino que suponen un gasto añadido”, protesta en la cubierta de un barco que podría ser un tractor en mitad de la N-VI.
Todo es aburrido fuera de Laza (carnaval de Laza, Ourense)
Para explicar Laza se puede decir que es un pueblo de 1.200 habitantes de la sierra de Ourense. Que vive malamente de la agricultura y la ganadería y que celebra un carnaval único considerado Bien de Interés Cultural. Puede decirse eso o evocar la mítica fotografía en blanco y negro que tomó Cristina García Rodero en el carnaval de 1985. En ella, un lugareño en calzoncillos se ríe frente al objetivo de la fotógrafa de Mágnum con el pene al aire, las piernas abiertas y una botella en la mano. La viva imagen de la felicidad catártica. Casi 40 años después de aquella fotografía, en el mismo lugar hay una cupletista, un soldado nazi, una monja y un hombre con un brócoli en la cabeza.
Mientras la clase política se deja la salud en eternas giras de pueblo en pueblo, el triángulo que forman Verín, Xinzo de Limia y Laza, al sur de la capital de Ourense, lleva dos semanas sumergido en unos carnavales excesivos que cada día se renuevan en máscaras, correcalles, ritos, desvelos, alcohol y fuegos artificiales. Fuera de este mágico triángulo, los mítines, las pancartas y los programas electorales son una bofetada que aguarda agazapada a que todos despierten. Galicia no se entiende sin sus fiestas. Ningún candidato se permitió el lujo de no dejarse ver en Lalín durante la Feira do cocido y todos han pasado por el Entroido de Xinzo o Verín. Sin embargo, al que nadie acudió fue al de Laza.
Es lunes borralleiro [peleón] y la charanga hace bailar en la plaza del pueblo a una masa de gente disparatadamente vestida y cubierta de harina, barro o excrementos de burro. Miles de personas se mueven entre los peliqueiros [el traje típico del carnaval] de forma hipnótica al ritmo de los platillos, el tambor y los cencerros. Y, en medio de tanto exceso, la pregunta perfecta para ser expulsado del pueblo:
—¿Qué le ha parecido la campaña?
—Aburrida —responde el hombre de peluca verde y abrigo de espía.
“Hablan mucho de temas que no me interesan. La amnistía y cosas de esas que no tienen nada que ver con nosotros”. “Bastante aburrida” —añade su amigo, vestido de pirata del Caribe—. En realidad, aburrido es todo lo que ahora mismo pase fuera de Laza.
El de la peluca verde vuelve a tomar la palabra: “No sé si habrá cambio político, pero desde luego en la zona de Verín, de la que soy, tiene que cambiar la situación económica porque no hay nada de trabajo. Las empresas van cerrando una tras otra y ya solo quedan jubilados, cuatro negocios abiertos y gente recibiendo pagas”, lamenta antes de perderse entre la gente feliz. En medio de la bacanal, cuesta creer que en 2003, Manuel Fraga, el hombre del que se dice que mejor entendió Galicia, suprimiera del calendario laboral la fiesta del carnaval para devolvérsela al 19 de marzo, día de San José, y recuperar así “lo que forma parte de la tradición, la historia y la cultura de Galicia”.
Cuatro amigos, Uxía, Manuel, Álvaro y Adrián, entran en la plaza cubiertos de harina con un saco en la mano de hormigas previamente encabronadas en vinagre. “Voy a votar, pero la verdad es que la campaña no me interesó mucho” dice Álvaro López, de 23 años, uno de los miles de indecisos que ha escogido su voto en los últimos días. Según las encuestas, casi un 15% de los indecisos elegirá este mismo domingo su papeleta frente a la urna. Cuando Álvaro recuerda a los amigos que se fueron de Galicia, su amigo Adrián, que lleva una camiseta de lentejuelas y dos berzas en la mano, le lleva la contraria y dice que vivir fuera de Galicia está sobrevalorado. “En Suiza ganas 5.000 euros al mes, pero una habitación cuesta 2.000″, resume con la contundencia de quien ha hablado mucho del tema con quienes regresan.
—¿De qué va disfrazado?
—No voy disfrazado.
La entrevista termina cuando un saco de harina, barro y hormigas enrabietadas cae del cielo sobre las cabezas de todos. Aunque ahora parezca algo impensable, ayer también fue día de reflexión en Laza.