Gaza, València, Europa

Cuesta escribir sobre medio ambiente cuando uno comparte espacio en el periódico con un genocidio

Edificios destruidos en la ciudad de Khan Younis, al sur de la Franja de Gaza, el pasado 31 de mayo.MOHAMMED SABER (EFE)

Cuesta escribir sobre medio ambiente cuando uno comparte espacio en el periódico con un genocidio, con el que seguramente se habrán tropezado ustedes hace unas pocas páginas. Más aún si uno trata de concienciar o alertar sobre cuestiones cuyas fechas son dolorosamente lejanas: 2030, 2050, 2100. En los ordenadores que simulan el clima del futuro estas marcas del calendario están a un clic, pero en la realidad están a una distancia inimaginable. Sin embargo, aquí cerca, en Gaza, donde ...

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Cuesta escribir sobre medio ambiente cuando uno comparte espacio en el periódico con un genocidio, con el que seguramente se habrán tropezado ustedes hace unas pocas páginas. Más aún si uno trata de concienciar o alertar sobre cuestiones cuyas fechas son dolorosamente lejanas: 2030, 2050, 2100. En los ordenadores que simulan el clima del futuro estas marcas del calendario están a un clic, pero en la realidad están a una distancia inimaginable. Sin embargo, aquí cerca, en Gaza, donde la vida se mide en lo que tardan las bombas en caer, a la manera de un grotesco metrónomo, sólo existe el mañana, o quizá ni eso. El dolor recorre un presente que no es sino un grito desesperado, interrumpido únicamente por los cruelísimos y atronadores silencios que se escuchan a nuestro alrededor. ¿Cómo hablar de emergencia climática en un mundo en el que el fuego de las bombas quema vivos a decenas de niños? Resulta casi imposible, pero debemos hacerlo.

Y lo primero que debemos subrayar es que lo que vemos es Gaza, con todo su horror y su inhumanidad, es también una guerra por los recursos. Por la tierra, por el agua, por el verde, por el mar. Una invasión para usurpar un territorio entero, en un escenario de escasez creciente de aquello que nos permite la vida: suelo, riego, pesca. Cometeríamos un grave error si pensáramos que no va con nosotros, que todo esto -pese a que nos horrorice- nos queda muy lejos. Miren ustedes las imágenes de Gaza antes de la barbarie israelí: podrían confundir esas calles con las de un pueblo valenciano. Fíjense en la comida, en el paisaje, en la luz, en los árboles, en las olas. Es Mediterráneo puro, un territorio y unas gentes con las que tenemos mucho más que ver que con alguno de nuestros vecinos europeos.

Resulta paradójico, de hecho, que hayamos establecido todo tipo de alianzas y centenares de proyectos de innovación con ciudades y regiones europeas, pero apenas miremos al sur y al este. Desde el territorio valenciano aprenderemos más de las soluciones a la crisis climática mirando a Marruecos, Egipto o Palestina que fijándonos en Copenhague, Hamburgo o Tallin. No podemos vivir de espaldas a una identidad que nos vertebra la historia y el futuro, por mucho que nos deslumbre una Europa que no siempre nos mira de igual a igual.

En este contexto, las elecciones europeas amenazan con ahondar aún más en el espíritu de la Europa-fortaleza. La insensible, la egoísta, la que sólo sabe mirarse a sí misma, excepto si es para devorar recursos ajenos -en una suerte de revival del colonialismo- con la excusa de la transición ecológica. Abrir Europa a otras miradas es la única forma de vertebrarla de verdad, de hacer que la luz mediterránea y también la sangre palestina entre en Bruselas. En un mundo interconectado y sujeto a un cambio descomunal debido al calentamiento global -prepárense-, el aislamiento continental es la peor de las recetas para asegurar el progreso. Somos Europa y somos también Gaza.

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