Opinión

Las naranjas bordes de Lidia Caro Leal: lo valenciano como síntoma de salud

Lo que quería destacaros es cómo lo valenciano se cuela en un libro que no está dirigido a un público valenciano, un síntoma de salud en el panorama literario actual

Naranjos en Alzira, Valencia.GETTY IMAGES

No entrar en llamas es la tercera obra de la escritora Lidia Caro Leal (València, 1990). Este libro de cuentos publicado por la editorial Altamarea incendia a sus lectores con un lenguaje vivísimo y audaz que detona casi en cada párrafo. Descendemos por su páginas a toda velocidad mientras apretamos los dientes, miramos con estupefacción, asentimos sin darnos cuenta o sonreímos de medio lado. Cualquier cosa puede pasar en este conjunto de relatos cuajados de pequeñas genialidades, como el hecho de que la protag...

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No entrar en llamas es la tercera obra de la escritora Lidia Caro Leal (València, 1990). Este libro de cuentos publicado por la editorial Altamarea incendia a sus lectores con un lenguaje vivísimo y audaz que detona casi en cada párrafo. Descendemos por su páginas a toda velocidad mientras apretamos los dientes, miramos con estupefacción, asentimos sin darnos cuenta o sonreímos de medio lado. Cualquier cosa puede pasar en este conjunto de relatos cuajados de pequeñas genialidades, como el hecho de que la protagonista de El tiempo no hace milagros, que es cajera en una cooperativa anaranjada, lea Mira las luces, amor mío, el libro que Annie Ernaux escribió a partir de sus cotidianas visitas al hipermercado. El Consum de Lidia Caro y el Alcampo de la Premio Nobel de Literatura se solapan y nuestra experiencia lectora chisporrotea al establecer la conexión: “aunque tuviera CA-RRE-RA: CA-JE-RA”.

Sin embargo, yo no he venido a hablaros de los juegos textuales que lleva a cabo la autora en este libro, a pesar de que son muchos e interesantes. Lo que quería destacaros es cómo lo valenciano se cuela en un libro que no está dirigido a un público valenciano. Me gustaría señalarlo como un aspecto positivo, un síntoma de salud en el panorama literario actual.

Son múltiples los ejemplos que se pueden extraer a lo largo de todo el libro: las localizaciones, la procedencia, las acciones de los personajes...

Por ejemplo, Algunos hombres sin sal sucede en un karting oxidado cerca de Oropesa del Mar. Uno de sus protagonistas, Jaro, pasó la infancia en Alzira, “que es un pueblo, pero es grande”. Cuando este personaje empieza a cogerle afecto al Cubano, se sorprende de tener “un amigo con acento que no fuera de la Ribera”. Y Fernando, el último componente de este trío, es maestro de Coneiximent del medi. Esto me sirve para señalar otro aspecto que caracteriza al libro: el uso sin complejos de léxico en valenciano. Estoy absolutamente segura de que no va a suponer una traba lingüística para los lectores de fuera de nuestro territorio, todo lo contrario. Este recurso convierte al lenguaje literario en un elemento más denso y elástico, más sugerente para el resto y, a la vez, deliciosamente preciso desde nuestra mirada (qué raro suena decir “conocimiento del medio” ¿verdad? ni siquiera parece que signifique lo mismo y es que, probablemente, no lo hace). No obstante, no es en el uso de la lengua en donde sentimos con mayor intensidad el clic de lo identitario. Hacia el final del cuento “Fernando lleva una naranja robada en la mano. La ha robado de un campo cercano. Ha parado el Seat con magulladuras, y ante la mirada de su hijo, que no entendía nada, ha cogido una naranja, solo una”. Fernando, tu hijo no te entiende, pero yo sí. ¿Quién no ha “robado” una naranja de un campo cercano?

Otra veces, las alusiones pueden ser indirectas, pero igualmente potentes. En Prohibido arrojar colillas destella el uso del sintagma “carretera comarcal”, la amiga de la protagonista se llama Anna (no Ana) y las flores que explotan en el aire son de azahar.

Por su parte, en Extinguir el deseo encontramos un local “regentado por asiáticos que se quedaron un bar con nombre valenciano que apelaba a lo casero (La Cuina)” y en el que los camareros chinos elaboran la paella con “arroz La Fallera” y “garrofón congelado de Mercadona”. En ese bar se sentará un chico, que ha estado antes paseando por el jardín del cauce del Turia y cuya madre es de Xàtiva. Y ese chico charlará con un grupo de mujeres que lamenta su vida de licenciadas jóvenes con trabajos precarísimos. Ellas beben cervezas y recuerdan a “esos chavales que no acabaron la ESO, y se metieron a juntar azulejos”. Yo también los recuerdo, Lidia: eran mis compañeros de instituto yéndose a trabajar a las fábricas de Onda. Pero si hay una imagen que hace aflorar el imaginario propio en este cuento es la de las “naranjas bordes” que se caen al suelo en las aceras de la ciudad y que nadie recoge. Un universo entero se concentra en el uso de ese adjetivo: bordes.

Las personas a las que nos gusta leer hemos devorado durante décadas montones de novelas en las que la ciudad de Barcelona es casi un personaje más. Hemos resuelto misterios en sus calles, nos hemos asomado a algunas de las casas de su vieja burguesía e, incluso, hemos seguido los pasos de algún extraterrestre perdido y desconcertado. Un proceso muy similar ha tenido lugar con respecto a Madrid. Nos hemos escondido de los bombardeos de la Guerra Civil en los túneles del metro, hemos vivido su noche como si fuera nuestra, hemos acompañado a una cantidad ingente de protagonistas por los bares más castizos de la capital y nos hemos enamorado casi en cada uno de sus barrios (tengo amigos que saben más nombres de barrios madrileños que de comarcas valencianas). Si hemos podido disfrutar de estas lecturas y hacerlas nuestras sin necesidad de pertenecer a estas grandes urbes, estoy convencida de que otros podrán gaudir de libros como el de Lidia Caro Leal, con vocación universal y un hermosísimo y productivo uso del imaginario propio. Esto lo sabe perfectamente la literatura actual y sus nuevas narradoras (basta con recordar el éxito arrollador de Panza de burro, la novela de la canaria Andrea Abreu). Cuando queráis, escribimos sobre ellas.

Pero hoy estamos hablando de No entrar en llamas. Si no tenéis tiempo para leerlo completo, si solo podéis escoger un cuento, os recomiendo Mosquitos en los ojos. La Albufera acoge este relato en el que encontramos pesticidas contra el cucat, llaures, un Vicente que antes era Vicent, un Toni del que las mujeres dicen que era delicat, la Sèquia de la Providència, el Tancat de la Ratlla, un niño dolçainer, platos de sang amb ceba, un madero con un pincho rovellat y muchas cosas más. Estoy convencida de que Vicente Blasco Ibáñez, desde el olimpo de los realistas, mira a Lidia Caro Leal y se frota las manos.

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