El verdadero puente de mando
Solo hay que tocar una fibra de la naturaleza que sea relativa al puerto de Valencia para constatar que ese parece que es el verdadero puente de mando del territorio
Hubo un tiempo en el que el poder valenciano (no el del eslogan que ideó Rafael Blasco para Eduardo Zaplana antes de que ambos pasaran por la mazmorra) se repartía por igual o por desigual entre el Palau de la Generalitat y la fachada adosada a la Casa de la Enseñanza de Valencia, sede de la Municipalidad. Esos, con sus proporciones directas o inversas (sus condimentos fácticos y su teatro de comedias en el Palau dels Borja), eran los polos de los que emanaban las principales decisiones que se tomaban en la Comunidad Valenciana. Es decir, más acá de lo que venía de fábrica desde el ruedo prodi...
Hubo un tiempo en el que el poder valenciano (no el del eslogan que ideó Rafael Blasco para Eduardo Zaplana antes de que ambos pasaran por la mazmorra) se repartía por igual o por desigual entre el Palau de la Generalitat y la fachada adosada a la Casa de la Enseñanza de Valencia, sede de la Municipalidad. Esos, con sus proporciones directas o inversas (sus condimentos fácticos y su teatro de comedias en el Palau dels Borja), eran los polos de los que emanaban las principales decisiones que se tomaban en la Comunidad Valenciana. Es decir, más acá de lo que venía de fábrica desde el ruedo prodigioso de la M-40. Pero eso quizá es historia. Pasó. Y aunque el reflejo de su luz muerta sostenga la ilusión en la representación institucional, se diría que ha habido un desplazamiento desde los tradicionales centros neurálgicos de decisiones. Hoy para saber dónde radica el poder en la Comunidad Valenciana solo hay que tocar una fibra de la naturaleza que sea (medioambiental, de usos, de proyección en su entorno…) relativa al puerto de Valencia para constatar que ese parece que es el verdadero puente de mando del territorio.
Cuando en esa excrecencia de hormigón, que ya casi abulta más que la propia ciudad, se dispara la alarma porque ese ente percibe un mínimo riesgo para su causa, las principales instituciones (salvo empecinamientos más o menos efímeros) subrayan en fosforescente su sumisión a la Autoridad Portuaria. Hincan la cerviz con aparatoso envoltorio retórico. Y enseguida se activa un patético desfile de mandamases, vicecargos, postulantes, nuncios, repetidores de ecos, somatenes mediáticos y sofistas sobrecogedores para hacernos ver con dígitos y elocuencia de parte que el puerto es el motor y el alma de Valencia, el que da sentido a su existencia. El Alfa y la Omega. La única locomotora que puede trasportar la ciudad hasta un futuro de prosperidad. Es decir, mucho más que la síntesis de la teoría del todo de Gustavo Bueno. Sin embargo, debajo de la hojarasca de laurel y la solemnidad del cacareo de sus predicadores solo hay una explanada de hormigón creciente ganada al mar que hipoteca la fachada litoral de la ciudad para almacenar contenedores en su mayoría asiáticos.
Es evidente que la instalación portuaria, como muelle de logística y transporte globalizado, supone un incentivo para la economía valenciana, pero sobredimensionar su efecto de forma perversa para justificar el negocio de las obras de ampliación y sus beneficiarios particulares (el fin en sí mismo), para tributar al cabildo del camión y el navío, para camuflar las sensibles deseconomías que produce, así como sus impactos irreversibles sobre el litoral y el parque natural, pues no es precisamente un acto de patriotismo ni de cordialidad con la ciudad, el territorio y sus paisanos. Más bien se trata de la explotación de un recurso de unos pocos aun a costa del exterminio de un entorno que pertenece a muchos. Pero esto no está precisamente en manos de benefactores sino de beneficiarios. Ellos hacen su papel. Y puede que bajo el prisma de la feroz doctrina económica sea legítimo. Menos comprensible resulta el papel de la Generalitat, que en teoría debería velar por los intereses de todos y siempre (con unos y con otros) ha ido a remolque de los intereses de la Autoridad Portuaria en estas cuestiones. Sea bajo el mohín de prócer cortesano de Rafael Aznar o bajo la máscara de hormigón estructural de Aurelio Martínez. El problema es que la Generalitat, más pronto o más tarde, tendrá que pagar el pato. Porque ellos solo han venido a cobrarlo y a zampárselo.