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Opinión

Badalona y el triunfo de la aporofobia

En el fondo opera una pulsión más cruda y más estable: no incomoda quien viene de fuera, sino quien carece

Resulta irónico que hayan pasado casi treinta años desde que la filósofa Adela Cortina pusiera nombre a una lógica social que hoy define, con inquietante precisión, el clima de nuestro país: la aporofobia, o lo que es lo mismo, el rechazo al pobre. Lejos de atenuarse con el paso del tiempo, ha pasado de fenómeno a relato compartido de nuestra vida pública. Por eso es un error reducir lo ocurrido en Badalona en las últimas semanas a una expresión superficial de racismo.

En el fondo opera una pulsión más cruda y más estable: no incomoda quien viene de fuera, sino quien carece; no perturba la diferencia, sino la precariedad. Se acepta al migrante cuando es útil y se le expulsa —material o simbólicamente— cuando es vulnerable. La frontera real no es la del origen, sino la del estatus. En ese desplazamiento moral que convierte la pobreza en culpa y la exclusión en amenaza, la aporofobia pasa a ser una herramienta política que provoca la lucha del pobre contra el que es aún más pobre. Una estrategia eficaz, porque enfrenta a quienes comparten fragilidad, canaliza el malestar social hacia abajo y evita interpelar a las causas estructurales de la desigualdad.

Badalona aparece así no como una anomalía, sino como un laboratorio social muy calculado donde ensayan sus discursos y estrategias las distintas sucursales de la política del odio. Nos alerta de movimientos tectónicos previos a un sismo: señales de una fractura que, si no sabemos interpretar a tiempo, puede empujarnos hacia la colisión provocada por el fracaso de la política útil y llevarnos hacia el triunfo de quien usa el malestar social como plataforma populista de quién vive más en la teatralización de soluciones mágicas.

Porque la convivencia en Cataluña hoy es más bien, un equilibrio frágil y siempre inacabado, sostenido por una densa red de personas, entidades y comunidades que, lejos del foco mediático, trabajan cada día para contener el conflicto. Pero de nada sirve si los problemas estructurales siguen sin abordarse: la grave exclusión residencial, la precariedad persistente y la ausencia de alternativas públicas reales.

Todo ello convive, además, con un relato triunfalista de la izquierda apoyado en grandes cifras macroeconómicas que no se traducen en redistribución de la riqueza, mientras el coste de supervivencia no deja de crecer ante la resignación —y la creciente crispación— de una generación a quién se la ha privado de lo más preciado que es la confianza y la esperanza en un mañana mejor. La desconexión entre el discurso institucional y la vida cotidiana han provocado un abandono, al menos simbólico, de las clases populares. Por ese motivo, urgen liderazgos sociales que confrontan la deshumanización para reconstruir la confianza colectiva lejos de una aporofobia instrumental.

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