Barcelona, entre los cascotes de Gaza
La acción de la flotilla constituye un gesto que devuelve algo de dignidad a los ciudadanos de una comunidad internacional que asiste entre cínica, pasiva y cómplice al genocidio
Todo son escombros. Nada de lo que Barcelona levantó en esa estrecha franja de tierra, al oeste de Israel, sigue en pie. El remodelado barrio East al Nasser y el Barcelona-Gaza Peace Park tuvieron una vida efímera. En su día, y para sorpresa de los técnicos municipales barceloneses, los palestinos prefirieron un parque a mejoras en el alcantarillado. El espacio era más importante que los servicios. Las poblacione...
Todo son escombros. Nada de lo que Barcelona levantó en esa estrecha franja de tierra, al oeste de Israel, sigue en pie. El remodelado barrio East al Nasser y el Barcelona-Gaza Peace Park tuvieron una vida efímera. En su día, y para sorpresa de los técnicos municipales barceloneses, los palestinos prefirieron un parque a mejoras en el alcantarillado. El espacio era más importante que los servicios. Las poblaciones constreñidas a vivir escondidas agradecen espacios para salir a la superficie en los cortos intervalos en que no peligran sus vidas.
El Barcelona-Gaza Peace Park fue inaugurado oficialmente en marzo de 2005. Asistieron al acto el entonces alcalde Joan Clos y el ministro de Exteriores Miguel Ángel Moratinos. Cuatro años después, fue destruido por bombas israelíes, que también acabaron con la vida de 1.400 personas. En Gaza, los recuerdos son ahora enormes cementerios de hierros y escombros. Así debe de estar la barbería del campo de refugiados de Yabalia (cerca del paso de Erez) donde un 22 de mayo de 2005, a eso de las diez de la mañana, entró para espanto de escoltas y protocolo un decidido Pasqual Maragall. Ante un peluquero al borde el infarto, el president esperó su turno para cortarse el pelo. El gesto de un líder europeo devolvió momentáneamente la autoestima a esas 100.000 personas que, en condiciones “inhumanas”, según Maragall, poblaban el campo de Yabalia.
La vena municipalista del expresidente catalán le hizo visitar el Ayuntamiento de Gaza y pasearse por el parque obsequiado por Barcelona. Tampoco se olvidó en el medido viaje de rendir tributo en Tel Aviv a Isaac Rabin, asesinado por un ultraderechista israelí. Y colocó una corona de flores en Ramala, en la tumba de Yasir Arafat. Maragall se alojó en Jerusalén Este para indignación de un gobierno cuyo entonces primer ministro, Ariel Sharon, había comprado una casa que nunca habitó. Lo importante para el pionero de los asentamientos de colonos judíos en Cisjordania era mostrar que, en el corazón de Palestina, cerca de la puerta de Damasco de Jerusalén, se podía colgar de un edificio una gran bandera con la estrella de David coronada por una gigantesca menorah de Janucá.
Han pasado 20 años desde entonces y la fuerza de más de 66.000 cadáveres han hecho volver la mirada a la martirizada franja de Gaza. Barcelona ha roto su hermanamiento con Tel Aviv —nacido al calor de los fracasados acuerdos de Oslo— y ha cortado las relaciones con el Gobierno de Israel, con los votos de PSC, Comuns y Esquerra Republicana. El alcalde Jaume Collboni ha resucitado para los territorios ocupados el Distrito 11 que Maragall ideó para Sarajevo. De esta manera Palestina —o lo que quede de ella— se incorpora a la estructura del Ayuntamiento y será plena la colaboración con los técnicos municipales.
El veto para entrar en Israel al alcalde Collboni y el hecho de que tanto el presidente Pedro Sánchez como Naciones Unidas dieran carta de naturaleza al término genocidio aceleraron coincidencias en la izquierda catalana. Como siempre, unos se mostraron más decididamente activistas que otros. A la flotilla con destino a Gaza, que salió de Barcelona el 31 de agosto, se unieron la exalcaldesa Ada Colau, el concejal republicano Jordi Coronas o la diputada de la CUP Pilar Castillejo.
Respecto a la Sumud, Israel cumplió la palabra dada. La detención de los participantes tras la interceptación de la flotilla con ayuda humanitaria muestra cómo la ley del más fuerte triunfa en un mundo resignado a enterrar bajo los cascotes cualquier atisbo de respeto no ya a los derechos humanos, sino al derecho internacional.
Si Maragall devolvió algo de autoestima a los palestinos en Yabalia, la acción de la flotilla —criticada y ridiculizada por los remedos de Torquemada— constituye un gesto que nos devuelve algo de dignidad a los ciudadanos de esa difusa comunidad internacional que asiste entre cínica, pasiva y cómplice al genocidio de Gaza.