Los otros vecinos
Los ‘sin techo’ están en la calle pero son habitantes de pleno derecho, por más que resulten un espejo incómodo
El germen del odio no es la maldad, sino el miedo. ¿A qué tememos tanto para que se incrementen los delitos de odio por aporofobia como lo han hecho? Este verano nos ha dejado un dato preocupante, procedente de un informe del Ministerio del Interior: los delitos contra las personas sin techo se incrementaron en más de un 30% durante...
El germen del odio no es la maldad, sino el miedo. ¿A qué tememos tanto para que se incrementen los delitos de odio por aporofobia como lo han hecho? Este verano nos ha dejado un dato preocupante, procedente de un informe del Ministerio del Interior: los delitos contra las personas sin techo se incrementaron en más de un 30% durante 2024.
La noticia me pilló leyendo el último libro de Nazario, Crónicas del gran tirano, un texto autobiográfico que describe con precisión y crudeza el progresivo acercamiento del artista a las personas sin hogar que viven al lado de su casa, en la Plaza Real de Barcelona. Nazario las conocía de verlas desde su ventana durante años, como tantos de nosotros en nuestros hogares, pero jamás se había dirigido a ellas ni habían cruzado una sola palabra, ni tan siquiera una breve mirada de reconocimiento. El sincronismo de mi lectura con la noticia me impactó aún más cuando supe que Barcelona es la ciudad de España con más delitos de odio. De los 24 casos registrados en todo el país, seis fueron en nuestra capital y provincia, es decir, uno de cada cuatro casos.
La soledad y el dolor emocional condujeron a Nazario a aproximarse a esas personas que vivían tan cerca de él, pero que estaban, sin embargo, tan lejos. Cuando los vio por primera vez en su globalidad, como seres humanos completos, se sorprendió del descubrimiento y comenzó a tejerse entre ellos una red de diálogos, ayudas, comprensiones y contradicciones que podrían considerarse lazos de amistad. La cercanía y el conocimiento acabaron con el miedo.
En 1990, Adela Cortina dio nombre a una sombra cotidiana: la aporofobia. Es miedo al pobre disfrazado de desprecio, violencia y silencio. Preferimos no verlos, apartarlos, como si la miseria fuera contagiosa. Pero la frontera entre ellos y nosotros se ha desdibujado. Si antes la pobreza se explicaba básicamente por falta de empleo y dinero, hoy se levanta sobre un puzle de factores psicosociales: soledad, precariedad laboral, inestabilidad familiar, salud mental, vivienda inaccesible. Basta un cambio de circunstancias para que cualquiera de nosotros cruce esa frontera con aterradora facilidad. Y nadie está a salvo.
Toda cultura fabrica sus chivos expiatorios. En ellos deposita lo que teme: la inseguridad, el desorden, la disidencia, la diferencia. La profesora británica Marion Gibson recuerda en Brujería (otra de mis lecturas de este verano) que las brujas son fruto del miedo colectivo, la encarnación de lo distinto. Así fue en la Edad Media. Así es hoy con la persecución de los más pobres.
Pero, diferentes o no, los sintecho viven junto a nosotros, son también nuestros vecinos, aunque no tengan una casa. Están en la calle, pero son habitantes de pleno derecho, por más que resulten un espejo incómodo. Si hay culpas, desperfectos, desorden o delincuencia todos somos responsables. Porque una ciudad que niega a sus vecinos se niega a sí misma: su rostro será siempre el de sus habitantes.