De ‘cumple’ con Los Planetas en Razzmatazz: que nos quiten lo bailado
Un público maduro celebró en Barcelona con la banda granadina el trigésimo aniversario de la publicación de su primer disco, ‘Super 8′
Todos los conciertos son generacionales, o tienen algo de generacional, pero es cuando la generación que los protagoniza se aleja de los años de vigor juvenil cuando la nostalgia del recuerdo y la mirada al yo del presente añade nuevas lecturas al hecho generacional. Pese a haber incrustaciones de nuevo público -por fortuna siempre hay personas que movidas por interés y curiosidad salen de su espacio temporal-, en el primero de los tres días de apoteosis planetaria en un Razzmatazz repleto y sin entradas fueron los de 40 y 50 años los que celebraron las canciones de un grupo que hace 30 años comenzó a ofrecerles la banda sonora del que fue su brioso presente. Entonces todo era hoy, el hoy presente ya tiene algo de ayer y la convicción de que todas las fiestas tienen fecha de caducidad en el futuro. Quizás por eso el brío para cantar a ese pasado en el que no se dibujaba futuro. Entre otras cosas por eso fue tan vibrante el primero de los conciertos en Barcelona de Los Planetas celebrando la tercera década de su primer disco, Super 8.
Lo tocaron completo y en orden, y ese orden obligó a un primer cénit con la segunda canción, de amor, como muchas del grupo, Que puedo hacer. Casualidad o no, justo en ese momento una señora con elegante chaqueta clásica y orgullosas canas gritaba “soy una groupie”, seguro que no tanto en su lectura sexual como en su manifestación de completa entrega emocional a los que cantaban esa canción, principalmente dos señores, J y Florent, únicos supervivientes de la formación original, ambos mediando la cincuentena. Las apreturas de la sala importaban tan poco como entonces, y como entonces los aguadores de cada grupo de amigos porfiaban por entrar en la masa de público llevando cervezas recién adquiridas en las barras. Eso no cambia, sí la ausencia de humo, que entonces afrontaba sus últimos años de reinado antes de que fumar fuese prohibido en interiores. Pero como siempre, lo que más ha cambiado eran, son, las personas.
Pero por celebrar ese hilo que une a un adulto con lo que fue de joven, por manifestar que hay canciones que morirán con cada persona. Por ejemplo Jesús, que en el caso de moverse entre el público facilitaba la escucha de su letra cantada por una persona diferente a cada paso que se daba: “muéstrame cómo eres, prometo que esta vez todo va a salir bien”. Del escenario, presidido por las coloristas imágenes del álbum, manaba el catecismo indie, que en el caso de Los Planetas se adaptaba a melodías pop solubles en la memoria asaeteadas por distorsiones, acoples y barahúnda de guitarras torturadas que en ocasiones tenían a The Cure como referente, siempre a Velvet Underground como abuelos. Solo faltó que como en el primigenio FIB alguien levantase un cartel con el escrito “temazo”. Eso sí, en el vigorizante coctel de ruido y melodía, lo que se vino a llamar noise-pop, se percibió que Los Planetas ya tienen el oficio de más de treinta años de ejercicio, todo y que a J se le siga sin entender cuando habla, papilla meridional de palabras desmochadas por el acento. Lo que sí se entendieron, en parte, fueron las letras, como la de Si está bien, cuando el público cantaba “si todo va tan bien, ¿por qué este dolor que siento?”. Confusión, angustia, duda, ¿qué pasa si lo tengo todo? ¿Qué falta? ¿Por qué este agujero interior?
Tras los temas de Super 8 interpretados en el orden del disco, unos 45 minutos de éxtasis en la sala, Los Planetas se dispusieron a rematar la noche con una tormenta de éxitos que ya apabulló, como esos chaparrones que pillan desguarnecido y llega un momento en que ya no mojan más porque simplemente es imposible estar más empapado. El empuje de la batería en Segundo premio, el énfasis de Santos que yo te pinte, la dulzura melódica de David y Claudia o esa Nuevas sensaciones que en penúltimo lugar del repertorio apelaba al espíritu juvenil mientras la bailaban parejas ya hechas a las patas de gallo, las cervezas exploraban el exterior de los vasos y la multitud era una sola persona que mostraba que en treinta años no ha aprendido a entonar. Será, es, la emoción. Debe ser lo único que no ha cambiado. Por otra parte, algo importante sí ha cambiado, y mucho: hace 30 años no era nada habitual ver a tanta persona adulta en un concierto de música que ¿fue? ¿es? juvenil. Por eso cuando sonó Un buen día, brillante y certero costumbrismo juvenil de los noventa, la sala bramó cómplice cuando llegó el momento “he estado con Erik hasta las seis y nos hemos metidos cuatro millones de rayas”. Aunque sea un mero recuerdo, hay algo de la juventud que solo extingue el final definitivo. Mientras tanto, Razzmatazz dijo: que nos quiten lo bailado.