Nuestro fascismo
El miedo a la vieja revolución social ha sido sustituido por “el peligro de la inmigración” que tiene en jaque a la identidad tanto española como catalana
El fulgor del procés ha soslayado zonas oscuras en la sociedad catalana. De pronto, irrumpe una extrema derecha que en nombre de la independencia quiere hacer tan imposible como pueda la vida a los inmigrantes. Las próximas elecciones probablemente medirán el grado de aceptación de esa propuesta que lidera la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols. Una de las principales diferencias entre la extrema derecha independenti...
El fulgor del procés ha soslayado zonas oscuras en la sociedad catalana. De pronto, irrumpe una extrema derecha que en nombre de la independencia quiere hacer tan imposible como pueda la vida a los inmigrantes. Las próximas elecciones probablemente medirán el grado de aceptación de esa propuesta que lidera la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols. Una de las principales diferencias entre la extrema derecha independentista y la españolista es que esta última sigue hundiendo sus raíces en el rancio nacional-catolicismo. La ultraderecha catalana, en cambio, ha pasado de la premodernidad carlista a la posmodernidad lepenista. Aliança Catalana ya está aparentemente liberada de los peajes del tradicionalismo que alumbró a principios del siglo pasado los Sindicatos Libres y el pistolerismo. Sin embargo, españolistas y secesionistas comparten grandes corrientes de fondo.
Y es que no hay que olvidar, como sostienen algunos historiadores, que el fascismo español nació en Cataluña. Este es el subtítulo y una de las tesis del libro El fascio de Las Ramblas (Ediciones Pasado y Presente, Barcelona 2023), obra de Xavier Casals y Enric Ucelay-Da Cal. Ni Valladolid, ni Madrid. En Barcelona se incubó el huevo de la serpiente al calor de las políticas del capitán general Joaquín Milans del Bosch (1918-1920) y del también militar y gobernador civil de Barcelona entre 1920 y 1922 Severiano Martínez Anido, calificado por Pío Baroja de “sátiro orangutanesco”. De hecho, tanto Milans como Martínez Anido establecieron una dictadura militar de facto muy grata a la burguesía catalana. Era un modelo importado de ultramar al que Casals y Ucelay denominan “capitanía cubana”, consistente en la ocupación castrense del poder civil.
El poder facilitó un “espacio fascistizado”, congregado por el miedo a la revolución, según el historiador Ferran Gallego. La tutela militar amparó organizaciones de carácter fascista o parafascista como la Liga Patriótica Española o los Sindicatos Libres. El propio Antonio Gramsci consideró calcada la actuación de ese conglomerado fascistizado durante la huelga de 1919 con el ascenso del fascismo prototípico –el de Mussolini– dos años después en Italia.
El gran enemigo para batir era la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), también el separatismo, sobre todo el encarnado por Francesc Macià. La Lliga molestaba menos y, desde luego, hacía méritos políticos. El mismísimo Cambó se unió al paramilitar somatén durante la huelga de la Canadiense y la Mancomunitat pidió la ilegalización y clausura de las organizaciones obreras en diciembre del mismo año. El líder de la Lliga postuló a Martínez Anido para gobernador civil –con plenos poderes– y defendió una autonomía represiva liderada por los militares, a quienes apoyaban las elites locales. Anido contó con asesores como el carlista Salvador Anglada, pero también con el diputado de la Lliga y dirigente del somatén urbano Josep Bertran i Musitu. Con tanta comunión de ideas no sorprende que el día antes de ser asesinado, el diario de la Lliga, La Veu, señalara al abogado Francesc Layret como “el elemento más peligroso por el distrito de Sabadell” “por su evolución sindicalista y comunista”.
Han pasado los años y las tutelas militares y el pistolerismo afortunadamente han desaparecido. Recientes sondeos apuntan a una notable pujanza en toda Europa de la extrema derecha: la premoderna y la posmoderna. El miedo a la vieja revolución social ha sido sustituido por “el peligro de la inmigración” que tiene en jaque a la identidad tanto española como catalana. Y es que ciertos nacionalismos venden un imaginario de nación anclado en un pasado tan fraternal como inexistente que siempre han alterado los “llegados de fuera”. Ripoll pone trabas al empadronamiento de inmigrantes. Eso y la avidez por lograr votos contagia a otras opciones políticas. Desde cierto independentismo se piden competencias en inmigración y para poder expulsar a los extranjeros multireincidentes. Los espacios fascistizados de principios del siglo pasado han dejado paso en el postprocés a otras corrientes de fondo, como el miedo a la inmigración. ¿Cataluña, que fue la cuna del fascismo español, pugna por otro dudoso honor?
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