‘Revolta pagesa’, el despertar del campo

El malestar de una nueva generación de payeses nada tiene que ver con el discurso que la extrema derecha pretende capitalizar

Los tractores entran a Barcelona por la Avenida de Diagonal, en una de sus protestas.Massimiliano Minocri

El campo ha salido de su ensimismamiento. Los tractores que en los últimos días han paralizado Barcelona y algunas de las vías estratégicas de Catalunya muestran que está dispuesto a dar la batalla. Despojados del sentimiento agónico que los payeses más mayores han ido cultivando, una nueva generación ha irrumpido con fuerza en el escenario y sus argumentos nada tienen que ver con el discurso retrógrado con el que la extrema derecha pretende capitalizar el male...

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El campo ha salido de su ensimismamiento. Los tractores que en los últimos días han paralizado Barcelona y algunas de las vías estratégicas de Catalunya muestran que está dispuesto a dar la batalla. Despojados del sentimiento agónico que los payeses más mayores han ido cultivando, una nueva generación ha irrumpido con fuerza en el escenario y sus argumentos nada tienen que ver con el discurso retrógrado con el que la extrema derecha pretende capitalizar el malestar del campo.

Por lo que se ha visto, aquí no se dejan engañar ni manipular. Esto es importante, porque todos sabemos la importancia que tienen marcos conceptuales que encuadran el debate. No, la culpa de lo que le ocurre al campo no la tiene, como sostiene la extrema derecha, la agenda verde que la Unión Europea trata de sacar adelante. Los males son otros y tienen que ver sobre todo con la evolución del modelo de producción agraria, en el que aquello que los payeses aportan, que es la tierra y el trabajo, tiene cada vez menos valor. Los rendimientos económicos se desplazan desde hace años hacia otros actores de la cadena alimentaria. Eso explica que entre lo que cobra el payés y lo que paga el consumidor haya tanta diferencia.

Cualquier explotación agraria está atrapada entre dos vectores que exprimen su esfuerzo: los proveedores de lo que necesitan para producir y las grandes cadenas de comercialización. Las semillas, los fertilizantes, los pesticidas, el combustible, los seguros, el agua… son cada vez más caros. Solo en 2021 los costes de producción subieron un 18,6%, según datos de la Generalitat. Y en el caso de la ganadería intensiva, el sistema de integración hace que las explotaciones dependan del dictado de las grandes compañías que les proporcionan los animales para engorde, los piensos y hasta los fármacos que han de administrar.

En el otro lado está la presión asfixiante de las grandes distribuidoras, que imponen precios de compra cada vez más bajos, hasta el punto de que se han dado casos en los que no sale a cuenta recoger la cosecha. En 2021, la renta por rendimientos agrarios bajó un 12,4%. La ley de la Cadena Alimentaria, aprobada ese mismo año, pretendía corregir esa dinámica, pero no ha tenido el efecto esperado: la inercia extractiva es demasiado poderosa. Crecen, en contrapartida, las iniciativas de economía circular en que los propios payeses se organizan para controlar la distribución y llegar al consumidor. Pero tienen aún poca fuerza.

Los datos del sector confirman que hay cada vez menos explotaciones agrarias, pero más extensas. En 2020 había en Cataluña casi 55.000 explotaciones agrícolas (unas 5.000 menos que en 2009) y 10.800 granjas (2.500 menos), pero había aumentado la superficie media de explotación (20,3 hectáreas) y las unidades de ganado (304 de media).

El resumen es que los payeses se sienten asfixiados por el aumento de los costes de producción y la caída de los precios que les pagan, y a ello se ha sumado en los últimos años la incertidumbre climática: cuando no es una helada, es el granizo y casi siempre, la sequía. Pero sería un grave error caer en la contradicción de quejarse de la sequía y atacar al mismo tiempo la agenda verde. El cambio climático les está golpeando, cierto, como a otros sectores. Pero ir contra las medidas que pretenden corregir aquello que les está golpeando sería echarse piedras al propio tejado.

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