Los asesinatos de John Musetescu en Barcelona: una semana de euforia y una hora de cólera
El joven sueco acusado de matar a tres personas tenía problemas de salud mental desde 2017. Los expertos concluyen que era consciente de lo que hacía y rechazan un trastorno grave
Para John Musetescu Werberg, el viaje a Barcelona iba a ser una especie de terapia, un viaje agradable de una semana antes de regresar a Suecia e iniciar la rehabilitación. Los problemas de salud mental (ansiedad, depresión) que arrastraba desde hacía ...
Para John Musetescu Werberg, el viaje a Barcelona iba a ser una especie de terapia, un viaje agradable de una semana antes de regresar a Suecia e iniciar la rehabilitación. Los problemas de salud mental (ansiedad, depresión) que arrastraba desde hacía tres años le habían convertido en un adicto a las benzodiazepinas, lo que le condujo luego al consumo de cocaína. Llegó a Barcelona el 13 de enero de 2020. Tenía 29 años. Después de mucho tiempo en el pozo, se sentía renovado, vital, eufórico, según se desprende de los mensajes enviados a sus padres, que sufragaban el paréntesis vacacional: “¡Aquí podría escribir diez libros, qué ambiente!”. Conoció a un chico, Héctor Núñez, “un amigo muy bueno que creía que sería para toda la vida”, explicaría después. Compartieron confidencias y momentos de intimidad. El 20 de enero, presuntamente, lo mató.
Musetescu asestó 254 puñaladas al cuerpo de Núñez, le asfixió y trató de prender fuego a la vivienda para deshacerse del cadáver. Después escapó a través del balcón hasta la calle. Eran las 15.00. Comenzaba un camino sin retorno. En apenas una hora, en un arrebato criminal sin móvil aparente ni explicación razonable, sembró el caos en las callejuelas del casco antiguo de Barcelona, donde asesinó a otras dos personas. A Rosa Díaz, de 77 años, se la encontró en un portal y la agredió brutalmente en la cabeza. A David Caminada, de 52 años, le asestó dos puñaladas en el pecho cuando este salía de su trabajo en el Ayuntamiento de Barcelona. Musetescu fue detenido, mientras oponía gran resistencia, en la plaza de Sant Jaume.
“Pensábamos que viajar podría hacerle bien”, explica el padre, Traian Musetescu, que estos días se encuentra en Barcelona. A unos cientos de metros del lugar donde ocurrió el triple crimen se celebra el juicio contra su hijo. Se siente “avergonzado” por lo ocurrido y lamenta el daño causado a las víctimas y sus familias. Traian intenta, pese a todo, ayudar a su hijo explicando que no está bien, que su historial médico en Suecia demuestra que algo falla en su cabeza, que debe ser encerrado en un psiquiátrico antes que estar en la cárcel, donde permanece desde aquel día.
Un escupitajo y la KGB
No son días nada fáciles para los padres. Cada día acuden a la vista oral y escuchan, sin entender demasiado, porque no hablan castellano, la batería de pruebas que se descarga contra su hijo. Saben, además, que no quiere verles. Ni siquiera han podido entregarle una maleta con ropa que han traído desde Uppsala, una localidad al norte de Estocolmo donde su hijo creció y estudió Derecho hasta que dejó los estudios para cumplir un sueño: hacerse escritor.
En un receso de una de las sesiones, Traian intenta acercarse unos metros a su hijo, que le lanza un escupitajo. Su comportamiento es errático. Lo mismo parece dormirse que sonríe sin disimulo o mira con fijeza a los miembros del jurado popular. Ha pedido, sin éxito, que le cambien de abogado porque la suya, de oficio, se ha negado a mencionar el supuesto papel que la KGB ha tenido en el caso. Es difícil decir si Musetescu se cree lo que dice o toma el pelo al personal. El mismo día del escupitajo, habla por primera vez en un castellano más que decente, aprendido entre rejas: “¡Nunca he visto esa foto ni ese cadáver!”, interrumpe cuando exhiben imágenes de Rosa Díaz, su segunda víctima.
En los más de tres años que lleva en prisión preventiva, Musetescu ha dado signos de inestabilidad. Le han trasladado cinco veces de prisión por su extrema agresividad (en una ocasión agredió a cinco funcionarios). Al ser visitado por un psiquiatra contratado por la defensa para examinar su estado mental, se puso a dar patadas al aire para mostrar su supuesta maestría en las artes marciales, al tiempo que proclamaba que, un día, ganaría el Nobel de Literatura. Ese psiquiatra concluyó que el acusado podría padecer un trastorno bipolar y logró que le contara algunos aspectos de su biografía: dijo que lo pasó mal en la escuela porque ignoraba el sueco (con sus padres hablaba en rumano en casa) y que sufrió mucho con la temprana separación de los padres (“a los ocho años, me encontré muy triste”, dijo al profesional). Traian confirma esas dos circunstancias vitales.
Todas esas muestras de que algo no va bien en su cabeza podrían ser utilizadas para tratar de mitigar una condena que, por los abrumadores indicios en su contra, previsiblemente será dura. Es, en todo caso, la única vía para, al menos, intentar convencer al jurado de que está afectado por una enfermedad mental y su responsabilidad debe quedar atenuada o extinguida. Pero Musetescu se ha negado a utilizar ese recurso y ha prohibido a su defensa que lo haga, pese a que el tema se ha puesto inevitablemente sobre la mesa en el juicio. En especial, porque existe una pericial psiquiátrica imparcial, que ordenó la jueza instructora, y que concluye que el acusado no sufre ninguna enfermedad mental grave que condicionara su conducta aquel día.
“No todo tiene una explicación”
Los expertos aseguran que Musetescu padece un trastorno antisocial e incapacidad para la empatía, rasgos de personalidad que marcan su forma de ver el mundo y de relacionarse con los demás. Pero eso no le exime de afrontar las consecuencias de un proceso penal, incluso cuando muestra una absoluta indiferencia por lo que pueda pasarle. Pese a su historial médico en Suecia (que también han analizado), ni ellos ni los profesionales que le trataron el día de los hechos han dado con una enfermedad grave, tipo psicosis, que pueda llegar a explicar su conducta. “Sabe lo que está ocurriendo en todo momento bajo un estado emocional de ira o rabia”, concluye Ángel Cuquerella, el perito judicial. Entonces, ¿por qué actuó de ese modo? “No todas las conductas tienen una explicación racional. No todo ha de ser explicable. No podemos entender cuál era la motivación profunda, primaria, de estos hechos”, remarca Cuquerella. Menos aún cuando el acusado se niega a explicar detalles de su vida que Traian, el padre, rescata del olvido.
“No estaba en Barcelona ese día y no sé qué ha pasado. Solo sé lo que él me contó”, cuenta el hombre, que ha visitado en varias ocasiones a su hijo en prisión, aunque la última vez ya no quiso recibirle y se quedó en la celda. “Me explicó que el primer chico [Núñez] le drogó y quiso abusar sexualmente de él”, cuenta. En una de las pocas explicaciones que ha dado, y que consta en la causa, Musetescu dijo que el chico le había retenido contra su voluntad, que quería convertirle en su “esclavo sexual” y que por eso le mató. La instrucción judicial no da una respuesta clara a lo que pasó entre ellos, aunque una de las hipótesis es que consumieran drogas y, en algún momento, hubiera algún acercamiento sexual.
Traian se siente un poco culpable por haber sido un padre ausente, por no haber sabido actuar de otra manera. Rememora los últimos años de vida de su hijo en busca de respuestas que no llegan. Tras cinco años cursando Derecho, abandonó los estudios. “Nos dijo que quería ser escritor. Era irónico, porque no leía demasiado”, cuenta. Comenzó a escribir una novela negra y, en paralelo, a formarse como electricista “para ganarse la vida”. En septiembre de 2016 se casó. Fue un enlace efímero, que apenas duró un año. Traian no sabe si esos problemas domésticos fueron el detonante de algo más profundo, pero el caso es que el hijo se vio sumido en una depresión con episodios de ansiedad. Se pasaba los días sentado en el sofá, sin nada que hacer. Y empezó su ruta por distintos tratamientos médicos en Suecia que, según el padre, “le convirtieron en un adicto” a sustancias como la benzodiazepina, un ansiolítico.
A lo largo de 2019, Barcelona empezó a copar la imaginación de Musetescu. Tenía ilusión instalarse allí para trabajar como electricista. Traian enviaba dinero a su hijo y por eso sabe que pasó temporadas en Dinamarca, Alemania, Francia y Luxemburgo antes de recalar en Barcelona, de entrada, para una semana. El presente parecía prometedor cuando conoció a Héctor Núñez. “Lo conocí una noche caminando por la ciudad, iba bien vestido y me pidió un cigarrillo, hablaba inglés, vivía a cinco minutos… y tenía mucha cocaína en su piso”, contó al perito.
El 20 de enero de 2020, la promesa de redención que ofrecía Barcelona se esfumó. Y se convirtió en pesadilla.
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